Opinión

La economía sigue desacelerándose

La economía española sigue frenándose. Si bien durante 2019 nuestro PIB creció a un ritmo del 2%, apenas lo hicimos al 1,8% en términos interanuales –desde el cuatro trimestre de 2018 al cuarto de 2019–, el menor ritmo desde que arrancara la recuperación en el año 2014. Acaso la única buena noticia sea que en términos intertrimestrales sí tuvo lugar una pequeña reaceleración: en lugar de crecer al 0,4% –como sucedió en el segundo y tercer trimestre del año– lo hicimos al 0,5%. El dato, sin embargo, ofrece poco consuelo una vez analizamos sus componentes: el consumo final de los hogares se halla totalmente estancado –su tasa de variación ha sido del 0%, cosa que no había sucedido en toda la recuperación– y la inversión empresarial retrocede en términos intertrimestrales un 2,5% –en términos anualizados equivaldría a una caída del 10%, con mucha diferencia, el peor dato en toda la recuperación–. Es decir, la demanda interna del sector privado español –el gasto de familias y empresas– se halla por los suelos, probablemente debido a la desconfianza que se desprende del conjunto de la economía. Los únicos dos vectores que han contribuido a maquillar levemente este fiasco han sido el consumo de las Administraciones Públicas y la demanda exterior. Lo primero es atribuible al desparrame de gasto al que se ha vuelto adicto este Gobierno con cargo al déficit: endeudar a las generaciones futuras para conseguir un moderado impulso de la actividad económica en el presente. Lo segundo es imputable a la modesta recuperación internacional que se vivió en la parte final de 2019 gracias a la resolución del contencioso del Brexit y a la primera fase del acuerdo comercial entre China y EE UU. El segundo de estos factores acaso tenga una naturaleza permanente, si es verdad que a lo largo de 2020 no rebrotan las tensiones proteccionistas. Pero el primero será por necesidad pasajero. España necesita ajustes de su déficit (le vienen impuestos por Bruselas) y eso significa que o bien dejamos de aumentar el gasto –con lo que el consumo público tendería a estancarse– o bien lo compensamos con subidas impositivas

–las cuáles recaerían sobre familias y empresas, hundiendo su gasto todavía más–. Desconfianza interna, alivio externo y estímulos gubernamentales poco sostenibles. El «mix» no es precisamente alentador, sobre todo ante una legislatura que pretende abrir un periodo contrarreformista que, aun cuando pudiera estar justificado desde un punto de vista social –que no lo está–, cargaría un importante coste económico sobre un país ya debilitado. Sin duda, habrá que esperar a los próximos trimestres para verificar si estamos ante un mal dato aislado o ante una tendencia a la baja, pero de momento no resulta nada tranquilizador que las familias y, sobre todo, las empresas –que son las que mejor olfato tienen sobre cuál es la situación real– hayan decidido paralizar sus gastos. No es el mejor momento para los experimentos: ni siquiera con gaseosa.