Opinión

Libros y literatura

Se están produciendo transformaciones sustanciales en el complejo mundo del libro, en su transmisión y hasta en la forma de acceder a su decreciente público. Las pequeñas editoriales que nacen y mueren al poco tiempo coinciden más con las que conocíamos en el pasado sin tener que llegar a las informaciones cervantinas sobre las imprentas barcelonesas de su época. Hoy se han convertido en grandes grupos multimedia formados por televisiones, radios o diversos negocios que giran en torno a la distribución, publicidad y comunicaciones. Algunos libros en las escasas librerías que sobreviven a la desbandada del sector se venden bien y hasta muy bien. Se lee de otra manera, un tanto al margen de lo que entendíamos por literatura. Hay que hacer notar, sin embargo, que las grandes tiradas de los sesenta o setenta del pasado siglo han pasado a la historia. Las ediciones de libros apuestan a la baja, según cuentan. Y se amenaza con nuevas tecnologías que pretenden suprimir el papel para preservar nuestro futuro, tal vez ya inaccesible para un mundo ecológico. El libro y sus complejidades, sin renunciar a la estética, resultarían como un envoltorio. En su interior pueden descubrirse diversos contenidos. Los pequeños pisos que ahora se construyen impiden las tradicionales bibliotecas, antes familiares, en capas medias y burguesas. Ya nadie se precia de ellas y transformar el uso del libro constituye otra forma de nuestra actual fórmula del comprar y tirar. Los libros han perdido sus espacios naturales y los contenedores se han convertido en su irremediable destino. Aquellas bibliotecas de antaño fueron caprichos de una lectura que a menudo nunca se realizaría, aunque existiera el afán de la posesión y se mantenía también cierta moda de un coleccionismo que en un momento dado se caracterizó por el fascículo de quiosco. Ya ni siquiera la pintura, salvo la de gran valor, ni los muebles de época equivalen al entusiasmo del descubrimiento de una vieja edición que advertíamos en las librerías de segunda mano. Aquella satisfacción también se ha desvanecido, salvo rara excepción.

La desaparición del papel, que llenaba de polvo las escasas paredes libres, ha afectado también a la naturaleza de la literatura que nació y morirá integrada a la naturaleza humana. Comenzó con la poesía o con el relato en sus orígenes y sigue con hartas variaciones. La llegada de nuevas formas como el cine, los comics y la aparición de otros medios como el teléfono multimedia o la tablet pueden llegar a alterar formas externas de lo que entendemos como literatura. Porque ésta, ligada a la palabra, nos adentra a través de los géneros en nuestra condición humana. En un ya lejano 1947, J.P. Sartre, desde quien trato de recobrar orígenes que permanecen entre lejanas admiraciones, se preguntaba «¿Por qué escribir?». Hay múltiples razones que pueden llevarnos al ejercicio que ofrecerá toda suerte de posibilidades. Entiende en sus «Escritos sobre literatura» que: «la operación de escribir implica la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás». Pero escribir puede producirse también como acto solitario: un diario personal puede entenderse como secreto. Cabe escribir por una necesidad de reconocerse. La relectura sobre textos propios constituye una operación en la que autor y lector coincidirían, aunque su diferencia sería de tiempo.

Pero el escritor que trata de convertir su obra en arte trata de interpretar su mundo como trascendente. Lo es, aunque se reduzca a la forma de diario o a una carta (los epistolarios se extinguen y se convertirán en extrañas piezas de museo), aunque ésta, en la forma que sea, implique la necesidad de otro personaje, quien recibe las palabras, si las lee, y valora su información, y hasta por cómo le llegan, porque hay múltiples formas de vocación de estilo. Nada de lo que producimos a través de la palabra resultará ajeno a cierta voluntad de expresión. Los escritores que calificamos como profesionales (aunque pocos –y no sólo los que utilizan alguna de las lenguas hispánicas– porque pueden vivir de la pluma) acaban sumergidos en las infinitas trampas literarias que conforman agentes literarios, editores, publicitarios, medios, la compleja fórmula del libro, la especulación económica sobre ventas y beneficios (pocos asegurados), las escasas librerías donde se exhibirán, presentaciones –quienes sean elegidos para realizarlas– y cuantos ostentan (cada vez en menor número) un papel de autoridad en el ámbito. También la crítica literaria, que defendía Roland Barthes con tanto fervor, ha perdido parte de su eficacia. Pero el libro, ¿mantiene la búsqueda de la belleza, de los abismos humanos, de aquellas historias o versos que llegan a conmovernos? Desde la mercantilización a las transformaciones tecnológicas ¿Se ha perdido la trascendencia o singularidad? No lo creo, porque la literatura sobrevivirá. Nació del anhelo de belleza y de una u otra forma permanecerá, junto a otras expresiones de arte: emoción.