Opinión

Aburrimiento creativo

La pedagogía nostálgica echa de menos cierta creatividad que se producía en la infancia, cuando niñas y niños manifestaban su aburrimiento. No atender a un juego determinado o mantener la mente en un cierto estado de reposo significaba desinterés por cuanto les rodeaba, aunque fermentaba otras zonas creativas del espíritu. El aburrimiento podía inducir también a la abulia. Un «Mamá, me aburro» era el frecuente lamento que, hace años, nunca resultaba inquietante. Entraba dentro del comportamiento infantil. Yo mismo, sin hermanos con los que poder jugar, me aburrí mucho en mi infancia. Se iniciaba entonces la búsqueda, en ocasiones productiva, de alguna actividad, que no sólo podría divertirnos en el futuro, sino que incluía algún signo de imaginación lúdica. La propia resulta ahora más escasa, un ámbito que se abandona. Nuestra sociedad, en la que priva mantener siempre la mente ocupada en actividades que permiten hasta juegos solitarios mediante artefactos, conducen a no «perder» un segundo para no derivar hasta aquella «mente en blanco», más propia de actitudes adultas y hasta buscadas en ciertas fórmulas de religiosidad. Este costoso esfuerzo –si se consigue– comenzó de manera inconsciente en la infancia de ayer sin apreciarla como una deliberada formación. Entonces rechazada, acabará descubriendo en el juego colectivo su máxima realización.

Las nuevas tecnologías han destruido múltiples formas de ocio. No es difícil observar cómo los adultos cruzan las calles y –no sin cierto riesgo– se muestran incapaces de prescindir del teléfono móvil, al que se agarran no sólo para mantener una conversación, sino para utilizar el Whatshapp, o un juego incluso solitario. Todo nos conduce a una sociedad absurdamente hipercomunicada y a perder aquellos instantes de observación, ocio o la mera observación de cuanto nos rodea. Las nuevas tecnologías, en el ámbito de una sociedad de alto consumo, acaban vendiendo nuestras detectadas costumbres y manías a agencias publicitarias. Las redes conocen nuestras preferencias de ocio y nos recomiendan, en ocasiones sin mucho acierto, lo que debería complacernos mediante las cadenas televisivas de pago. La vida resulta así dirigida, ya desde la infancia, en una ocupación de lo que antes hubiéramos definido como ocio o tiempo libre. Lo que Georges Orwell imaginara en su novela de anticipación ha resultado varias veces superado. Porque toda esta combinación que sin mucha sutileza nos controla puede ponerse al servicio de cualquier causa. No estoy muy seguro de que las mayorías, frente al cambio, reaccionen con una inteligencia crítica natural. En todo caso, podemos observar que la reiteración de mentiras, que tanto proliferan ahora, resulta aceptada y hasta defendida. En el camino hemos ido perdiendo aquello que se denominó cultura general básica por el abuso de una tecnología informativa casi nunca precisa. Se lee menos, pero lo peor es que se lee mal. Sobrevuela la facilidad informativa que tanto se confunde ahora con noticias no siempre fiables.

La globalización, para bien y para mal, contribuye a la uniformización. El ejemplo más destacado es el ascenso de una sociedad como la china que tiende a avanzar a saltos y, sin duda, con grandes éxitos para un pueblo que pasó dificultades sin cuento en el pasado siglo XX, sin aludir a sus precedentes semifeudales o a la colonización británica, cuyas huellas pueden observarse todavía en Honk-Kong. Las invisibles fuerzas que se hallan detrás de este fenómeno alarmante pueden chocar con los restos de las antiguas zonas sociales, como los agricultores o mineros. ¿Cómo podrían sobrevivir minorías que constituyen ya recuerdos de antiguos grupos cuyos territorios consideramos espacios vacíos? Ya a fines del siglo XVIII la población campesina abandona los campos por las ciudades. Allí descubren mejores oportunidades y servicios cuando se inicia la transformación industrial. Hoy estamos inmersos en una sociedad dividida entre quienes se han integrado en la tecnología más o menos avanzada y cuantos deambulan por ámbitos que están aún por precisar, aunque poco tendrán que ver con las sociedades de futuro. Habrá que proveer de toda suerte de recursos, materiales y culturales, a quienes forzosamente resultarán marginales. Hijos y especialmente nietos de este presente vivirán opciones muy distintas de las que ahora logramos imaginar. Pero, tal vez desde el inicio, hubiéramos debido diferenciar entre aburrimiento y tedio. Este último comporta características negativas que le alejan de cualquier fórmula creativa. Todo ello nos retrotrae a la mentalidad y a las sociedades de aquel Romanticismo que pretendíamos haber superado. Avanzamos tecnológicamente y ya ni siquiera resulta oportuno el esfuerzo de recordar un término, una fecha. Todo puede descubrirse en el multiteléfono. No es necesario siquiera acudir a las bibliotecas, símbolo antes de la acumulada sabiduría. Estamos robotizándonos no sé si con suficiente conciencia, aunque con rapidez. Amigo y enemigo, el tiempo nos llevará a diferenciar si resulta más satisfactoria la personal robotización. Cabe advertir que todo se inicia casi en la niñez y habrá que elegir entre la maquinita, la mentira envolvente o unos nuevos alientos de libertad e independencia. Una vez más todo dependerá de la instrucción o educación pública. La política, claro está.