Opinión

Vista a la izquierda

Mientras estábamos pendientes de la aparición de VOX y se consideraba desde todas perspectivas posibles el desgarro de la derecha nacional, que habíamos entendido cómoda en las tolerantes listas de los gobiernos del PP, se nos escapaba la silenciosa, aunque no menos conflictiva división de la izquierda. Más de un comentarista había ya advertido que el desplome del gran rival, aquel comunismo real, tras la larga pugna con un capitalismo serpenteante con quien se pactó contra los totalitarismos del pasado siglo, podría ofrecernos nuevos escenarios y hasta la posibilidad de cambios profundos que se darán en próximos años o decenios. No ha tardado tanto la vieja Europa en derechizarse e incluso en florecer en zonas donde se había asentado el más duro régimen socialista adjetivado por aquellos años como «real». El eurocomunismo pretendió refrescarlo sin excesivo éxito. La socialdemocracia, parte de una izquierda menos radical, ocupó espacios ideológicos razonables que evitaran las pesadillas nocturnas de cuantos entendían que algo había que cambiar para que todo siguiera casi igual. Permanecerían al margen quienes, minoritarios, representarían a otra izquierda que entendían como auténtica. La división ideológica venía desde que el anarquismo se instaló en Cataluña y en el Levante español, hasta en Andalucía, en tanto que el socialismo, entonces revolucionario y marxista, imperaba en el Norte de España y Madrid. Hubo, pues, desde sus orígenes, una distribución territorial que no impidió luchas intestinas y violentas entre las facciones. Porque una de las comprobadas características históricas de la izquierda reside en su fragmentación.

Puede deberse a una mayor conciencia autocrítica, que pretendería alejarse de cualquier tentación ortodoxa (sin lograrlo, claro). Pero ya desde fines del pasado siglo/milenio, la socialdemocracia había ido despojándose de algunos rasgos revolucionarios que la caracterizaron en sus orígenes. El mundo de hoy poco tiene que ver con el que surgió tras la victoria de los aliados y aún menos con el nació, con tantas esperanzas, tras el derribo del muro de Berlín, cuando parece iniciarse otra fase histórica. La clase obrera como tal casi ha desaparecido y nadie pretende resucitar ni el proletariado ni otra rabiosa lucha de clases. En Occidente, las diferencias clasistas se han convertido en algo parecido a un juego de salón, donde intervienen sin elevar mucho la voz los sindicatos y, al tiempo, han renacido los problemas territoriales y los nacionalismos de raíz histórica. El tan lamentable abandono del campo comenzó ya con la revolución industrial. Tal vez la égida parecía menos dramática, porque el país mantenía cierta superpoblación en las zonas rurales y, pese al desgarro familiar que supuso a finales del siglo XIX y a comienzos del XX, la maquinización campesina no se había desarrollado todavía y restaba mano de obra sobre el terreno. Pero frente a un socialismo que a menudo no deja de ser nostalgia, el capitalismo y sus complejidades económicas han sabido acomodarse hasta conseguir el dominio absoluto aunque con variantes, del poder económico, salvo en China, según Trump, gran peligro. La socialdemocracia, en buena medida, ha ido adaptándose también a la evolución de un sistema económico único, sin sombras. Las derechas tampoco dejan de mostrar fisuras, pero su núcleo sigue siendo rígido y atento a los beneficios económicos de quienes más poseen. La izquierda, aunque consiga gobernar –siempre bajo la amenaza de otra escisión que lo mande todo al traste– debe moverse en límites estrechos, porque tampoco goza de amplias mayorías, ni dispone –he aquí el problema– de soluciones imaginativas que logren convencer sobre una imagen más justa, equilibrada y nueva en una sociedad con tantas desigualdades. Uno de los objetivos sería un salario vital sin alegrías en el consumo, algo con el que, tampoco sin excesivos alicientes, permitiera sobrevivir.

Los escasos teóricos en activo de la socialdemocracia tratan de descubrir las rendijas para introducir cambios en un sistema acosado desde diversos ángulos y que, sin duda, produce serias dudas sobre su equilibrio inestable. Sin hablar de salarios bajos, inmigraciones, sanidad, pensiones o educación, temas que nunca parece que vayan a resolverse, el problema de la distribución más justa de la riqueza, un mundo más equilibrado que todos desearían (salvo quienes ya lo disfrutan y con excesos). Quizá los cambios –si los ciudadanos los asumieran– podrían llegar por la sustitución de los partidos por fórmulas asociativas más imaginativas. Hemos podido comprobar las dificultades en nuevas formaciones como Podemos, que lo intentaron, hasta retornar al mecanismo del partido. Autocríticos, decimos que esta sociedad no nos gusta, pero tampoco sabemos cómo modificarla. No han aparecido todavía mentes lúcidas que abran caminos viables, porque corremos el peligro del retorno a lo que ya se experimentó en los años treinta del pasado siglo y culminó en catástrofe. La advertencia de Sarkozy sobre la reforma del sistema capitalista fue acallado por los suyos. Pero la izquierda debe superar aquel infantilismo que ya se advirtió en los orígenes del comunismo. No convienen los excesos en el retrovisor cuando se trata de descubrir nuevos caminos. ¿Dónde quedará un deseado y evanescente centro?.