Opinión

Contagio de crisis de Gobierno

El verdadero problema que tiene Pedro Sánchez es con la verdad. Es el sino de los tiempos: sólo importa la capacidad de sugestión de las mentiras y su utilidad política. Su Gobierno surge del incumplimiento de una promesa: nunca pactaría con un partido del que no se fía, del que dudaba de su lealtad institucional, incluso de su verdadero compromiso democrático con la Constitución. Hizo exactamente lo contrario y acabó de nuevo en La Moncloa, pero con una diferencia sustancial: Pablo Iglesias es vicepresidente, pero no sólo de «su» parte del Gobierno –bicefalia que era previsible–, sino que estaba dispuesto a interferir en otras cuestiones que sobrepasan sus atribuciones. Si alguien pensaba que su papel iba a ser menor, entregado a cuestiones legalistas, ha pecado de ingenuo. Estamos hablando de un político que ejerce un hiperliderazgo en su partido y en el partido global de la comunicación, que tiene una tendencia irrefrenable a enmarcar doctrinalmente cualquier iniciativa legislativa y que concibe el Parlamento como un mero apéndice instrumental en su asalto al poder. Es decir, el paso de Podemos por el Ejecutivo se basa precisamente en monopolizar el foco informativo y en marcar un perfil propio respecto al conjunto del gabinete.

En este sentido, no bastaba con hacer una Ley de Libertad Sexual –ya de por sí confusa en su enunciado–, sino en polarizar un debate, construir un conflicto y romper el feminismo clásico que aspiraba a algo tan democrático como la igualdad a todos los niveles entre hombres y mujeres. La pelea ya está servida y han marcado el objetivo: el 8-M es patrimonio de la izquierda y, más en concreto, de la facción radical y dogmática que forzó la redacción de una ley para presentarla como una gran conquista propia –sólo ha faltado ponerle el nombre de Irene Montero– y no del conjunto del Gobierno, aunque ahora se haya revelado como una verdadera chapuza jurídica. Esta ha sido la primera crisis entre PSOE y Unidas Podemos que ha dejado en evidencia que las diferencias no son una cuestión de matices. No es lógico que Iglesias responda al ministro de Justicia cuando éste ha destacado las deficiencias legales del texto que su comportamiento es el de un «machista frustrado». No es un insulto propio de quienes se sientan en el mismo Consejo de Ministros. Aparte de la intervención de la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, para enmendar la ley que supone una desautorización en toda regla, lo cierto es que había motivos suficientes para poner en duda la capacidad legislativa de los ministros de Podemos: Montero e Iglesias no han medido las consecuencias legales que supone confundir sexo con identidad, lo que supone que ser hombre o mujer no tiene ninguna categoría jurídica.

Dolidos en su orgullo, pero sin aceptar el despropósito porque es consustancial con la nueva ideología feminista, Unidas Podemos ha persistido en marcar diferencias con las carteras del PSOE. La iniciativa de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, de publicar una guía dirigida a las empresas sobre cómo afrontar el coronavirus, no sólo es interferir en la acción del Ministerio de Sanidad, que es quien está coordinando la acción del gobierno en esta materia, sino que ha incidido en el alarmismo en un tema especialmente sensible. Que Iglesias felicite a «su» ministra por la iniciativa –«gran trabajo», ha dicho– demuestra que su estrategia no pasa por tener un Gobierno cohesionado. Ese es el plan de Podemos y, por lo tanto, no será el último desencuentro que vivamos. Rompe de raíz el pintoresco protocolo de funcionamiento del Gobierno que ambos partidos firmaron en una demostración pública de desconfianza: la lealtad y discreción que se exigían han desaparecido. Y todavía no hemos entrado en el tema que va a definir la legislatura: la mesa de negociación con el independentismo catalán.