Opinión

Moda e informalismos

Debo confesar que entiendo poco o casi nada de las modas, femenina o masculina. Menos, si cabe, de la femenina, que evoluciona según clases y edades por temporadas y ya pierdo la cuenta de las vividas. No estuve tampoco en mi juventud demasiado atento al rígido formalismo que entonces se llevaba. Mi mayor decepción en este orden fue tal vez el sincorbatismo de hace ya años. Desde niño, en el colegio de los escolapios al que acudí desde los nueve, todos los chicos –y ninguna fémina a la vista– debíamos acudir a clase con corbata. Era un elemento imprescindible para distinguir clases, elegancias y hasta modos de vida. Los pobres se distinguían de este modo con más facilidad incluso por la calle. En mi barrio, ahora denominado Viejo, eran abundantes, como lo eran en otras zonas de la ciudad y también los obreros podían advertirse a simple vista. La clase media, hoy en desbandada, ascendía en la escala social y, con dificultades, las familias mediante hipotecas altísimas adquirían su propia vivienda. Las plazas en alquiler eran escasas, reguladas y protegidas. Algo a lo que ahora se aspira fue, hace tantos años, una realidad, la de mi infancia y la de algunos lectores, si han logrado sobrevivir. Los jóvenes ni siquiera lo habrán podido leer, porque nuestra historia social resulta poco social y más factual que didáctica. Deberían aprender de los mayores una historia pasada que no fue tan sólo política y que sigue sobrevolándonos sin misericordia.

La moda, según Barthes, es un «sistema» que podríamos extender a casi todos los órdenes, porque no responde a criterios científicos, sino a la observación. Parece, por ejemplo –y sin pretender ahondar en el tema– que tras los vaqueros agujereados y hasta desgarrados en los que brotaban fragmentos de piernas, algo que, en principio, se hubiera podido relacionar en el mundo del arte con la tendencia «pobre» y hasta miserable, acaba de completar este sistema de moda masculina la chaqueta en apariencia vieja y mal remendada. Todo ello, claro está, en un mundo juvenil que trata de expresar sus propias debilidades económicas de forma explícita y que los diseñadores de la nueva moda parecen aprovechar en su beneficio. La moda en la indumentaria no sólo occidental forma parte también de un amplio negocio con visos de cierto arte, pasarelas, bellezas femeninas y masculinas, y hasta innovadoras fórmulas de publicidad. No debe ser caro confeccionar un anuncio en el que el protagonista en lugar de un aparato telefónico exhibe un plátano. Pasamos ya del miserabilismo de ayer hasta adentrarnos en la exhibición de lo aparentemente usado: mera ficción. Pero conviene aprovechar el segmento marginal del 30% de paro de nuestra juventud, según algunos la mejor preparada. Parece que las Universidades están ultimando un plan para disminuir los estudios humanísticos que, se entiende –y tal vez con razón– que no ofrecen salidas equiparables a los de una tecnología que les remunera con sueldos milenarios, antes despreciados incluso antes de los treinta años. El mundo de las Humanidades les plantearía dudas y críticas que se arrastraron a lo largo de milenios. En mis estudios del Bachillerato del plan Moyano, el latín era obligatorio desde el primero al séptimo y último curso. Cierto es que nadie lograba hacerse con la lengua ya muerta, porque sólo perduraba entre altares, pero todavía recuerdo aquella «Guerra de las Galias» como una experiencia de frustrada cultura.

No es que la nostalgia nos revuelva el cuerpo y supongo que muchos estarán de acuerdo en que este país cargado de problemas en el que vivimos poco tiene que ver ya con nostalgias imperiales y desfiles brazo en alto y Cara al Sol. Pero la moda cabe entenderla también como forma de cultura. El atuendo, hoy igualitario, mera apariencia externa, actitud que puede parecernos a jóvenes y ancianos más o menos adecuada, responde a un difuso concepto del estar en el mundo. Las modas atañen no sólo a las fórmulas de la expresión de nuestro tiempo, sino que evolucionan con las nuevas tecnologías. El término medio temporal respondería a períodos de alrededor de cinco años. Puede que algunas se afiancen y hasta perduren y otras desaparezcan para siempre. La evolución que se espera en el mundo de los supermercados, por ejemplo, resultaría hace tiempo, inimaginable. Tal vez, dentro de poco será suficiente elegir el producto y ni siquiera pagar en la caja. Y ¿qué decir de la banca electrónica que debemos soportar con resignación o de las máquinas que pretenden solucionar nuestros problemas telefónicos o de algunas grandes compañías que ya se han acogido a ello? Las fórmulas de los nuevos trabajos nos reenvían a nuestros domicilios. Habría que repensar qué hará en el futuro el vago ser humano que dispondrá ya de un sueldo mínimo tan solo por haber nacido. Hay que confiar, pues, en los jóvenes que rompen cualquier protocolo. El formalismo desaparece, ahora cada vez más, a ojos vista. Desconfiemos de las nostalgias y apostemos por el optimismo, pese a las pandemias, desde el progreso decimonónico hasta sociedades más justas.