Opinión

Fragatas y cormoranes

La mañana del pasado sábado, con mi amigo Adolfo Herrera, en nuestro pequeño mundo de la costa occidental de La Montaña, paseé de ida y vuelta toda la playa de Oyambre, más de ocho kilómetros de arena blanca. Con botas altas de goma, como es menester. Mientras recorríamos la playa, con centenares de fragatas y cormoranes en la orilla, pensaba en las decenas de miles de médicos, enfermeras y enfermeros, sanitarios, que no pueden escapar, como yo, de la angustia, porque el alivio de esa angustia depende exclusivamente de ellos. Pensaba en la frivolidad extrema de un Gobierno de España, que ha retrasado durante dos semanas su reacción frente a la epidemia para no obstaculizar la celebración de unas manifestaciones deplorables. En la Organización Mundial de la Salud, ese empecinamiento ha sido severamente criticado. Y pensaba en los millones de españoles que no estaban ahí, con nosotros, huidos de los grandes focos de la enfermedad, recorriendo el paraíso de arena de una playa privilegiada. Las fragatas son las gaviotas más elegantes y los cormoranes, aves invasoras, antipáticas y deformes que inspiran muy poca confianza. También gaviotas piquigualdas, y algún fumarel. En la orilla, una pareja de pescadores con caña larga y poco rendimiento.
El virus puede aguardar en cualquier lugar, pero la sensación que ofrece una playa del norte desierta y sin homínidos estivales es la de cierta inmunidad. En invierno, y todavía en él estamos, las playas adquieren y mantienen toda su grandeza, su impresionante poder, su soledad sólo interrumpida por las aves que descansan en grupos, no siempre bien avenidos. Y la realidad del riesgo no es tan acusada como en las aglomeraciones de las grandes ciudades. En Madrid ha cerrado hasta el Museo del Prado, que es una manera categórica de anunciar que se ha cerrado Madrid. Las grandes salas del edificio Villanueva con sus maravilllas sin miradas, y los hospitales saturados de contagiados del puto virus chino. Y en esos hospitales, también contagiados algunos y con riesgo de contagio el resto, los médicos, sus ayudantes, los sanitarios, las religiosas, sin freno y sin descanso, entregados a los que sufren.
Nuestra playa paseada, en estas fechas, es también habitual espacio de muertes de delfines desorientados o suicidas. Delfines varados, y en ocasiones, cifios y calderones, que de golpe se topan con los fondos de arena que no pueden superar. Los prados verdes rabiosos y los bosques renaciendo. Mucho pienso en la debilidad del hombre respecto a la fortaleza del árbol. El árbol muere y se detiene, se desnuda, renuncia a su belleza, se deshace de sus adornos, se duerme, y un día cualquiera del invierno avanzado, permite que sus ramas muestren las yemas del renuevo. El árbol resucita, y el hombre se muere. Somos poca cosa.
Hablo con Madrid. Me dicen que este sábado se ha podido cruzar de un golpe el Paseo de la Castellana sin hacer caso de los semáforos ni mirar a derecha e izquierda para superar la arremetida de los coches y las motos. Que el Rastro, seguro, ya no tendrá visitantes, cuando los domingos era, más o menos, exagerando un poco, el centro de la humanidad. Sí, en cambio, las terrazas de bares se preparaban entonces para recibir a sus últimos clientes bajo el sol mayero que se ha adelantado. Y entre fragatas y cormoranes, entre el bien y el mal de las aves, pienso en la extraordinaria labor que, a espaldas del ministerio de Sanidad y el mal Gobierno de España, desarrollan los hospitales públicos y privados, saturados todos ellos, habitados por miles de sufrimientos, tristezas, paciencias y esperanzas.
Uno de los pescadores recoge el carrete emocionado. Algo ha picado. Esperamos acontecimientos. Mal augurio. Se trata de un pez escorpión, muy de orilla, sabirón en San Sebastián, sabiroya en Fuenterrabía, y araña en Asturias y Galicia. Un cabrón con pintas. Y seguimos el camino que nos señala la playa, sabiéndonos culpables de nuestra fortuna.