Opinión
Después (de)
Una vez termine el pánico que iremos soportando, mal que bien, en unas circunstancias excepcionales, llegaremos a intentos de difícil recuperación económica. Pero los efectos inmediatos pueden resultar más que arduos, casi imposibles. Tras el día de después se abre un gran interrogante, una incertidumbre que nos obliga a imaginar un horizonte futurible, aunque sin una idea estimulante de futuro. Desaparecidos los mayores por extinción y con ellos sus problemáticas pensiones, alejados de cualquier esperanza de retornar a la época dorada del consumismo y, para unos pocos, de la opulencia, permítasenos imaginar otra forma de supervivencia de nuestra especie. Desaparecida tal vez la propiedad individual, quién sabe; suprimidos casi los trabajos mal pagados o a destajo, sin opción al llamado comunismo de Estado, limitémonos a imaginar, sin grandes esfuerzos, un nuevo mundo menos globalizado, más cordial. Quién sabe si, en el péndulo permanente de los ciclos históricos, no procederá ahora el retorno a la vida rural, madre y sustento de la economía durante siglos. Sin dinero, ni constante ni sonante, tal vez retorne el trueque. Ya acariciamos esa idea en la crisis de 2008. Dado que las plagas se suceden, la medicina y la investigación farmacéutica se han de convertir en las nuevas profesiones estrella, como durante los años de la burbuja inmobiliaria la estrella de las profesiones fue la arquitectura. Las sucesivas alteraciones del clima, que ya tenemos ocasión de comprobar en nuestro día a día, dibujarán nuevos paisajes, se darán nuevos contornos a la geografía mundial. ¿Qué será de nosotros? La globalización nos trajo satisfacciones: podíamos satisfacer nuestros caprichos a bajo coste: comprar un mango procedente de Brasil en la tienda de al lado, disfrutar con unos tacos mexicanos a cien metros de casa, adquirir una pashmina de seda por unos pocos euros. Detrás de los caprichos más inverosímiles, una inmensa mano de obra precaria, disciplinada, consciente de su falta de recursos, trabajando por unos centavos.
Son apuntes imaginarios de un futuro por ahora meramente especulativo, pero todo llegará, como llegaron las siete plagas de Egipto. En la vida humana todo se encuentra sujeto a la condición fenomenológica de un tiempo que planea, implacable a veces, otras risueño, ignorante de que también tendrá probablemente su fin. En mis años jóvenes se impuso, urbi et orbi, una obra de filosofía titulada Ser y tiempo que cambiaría precisamente la noción de nuestro ser y estar en el mundo. La existencia para Heidegger debe comprenderse desde sí misma, desde su interior, de modo que ella misma contiene la caída, un constituyente fundamental del existir. El propio Heidegger caería con el nazismo y conseguiría levantarse de nuevo en los años cincuenta, recuperando su vida académica. Murió en 1976 y en su última etapa vital se dio al misticismo y a la poesía. Pero su pensamiento, siempre cauto con la tecnología, respetuoso con la noción filosófica de «habitar» y con la de «lugar» nos lo hace sentir próximo. Su peculiar provincianismo, esa cabaña en la que escribió Sein und Zeit, en las montañas de la Selva Negra, una cabaña que era para él un espacio para vivir, para pensar, un espacio libre de desengaños cosmopolitas y sobrevenidos hoy puede ser para nosotros una metáfora de un posible futuro, más humilde en relación a nuestro entorno, más consciente de que fuimos a alguna parte y no hubo nada, o poco, de lo que buscábamos en realidad. Tal vez esa cabaña heideggeriana haya que buscarla en el futuro en otra galaxia. El después del coronavirus se presenta ahora mismo como una incógnita real en la que todos estamos y estaremos atrapados. Puede significar una vuelta atrás, hacia formas de vida que creíamos superadas, una oportunidad para tomar conciencia de una realidad cambiante. Aquella mítica globalización de hace unos años ofrece ahora un rostro cargante, pesadillesco y amargo. ¿Cómo queremos vivir? Es una pregunta que las circunstancias excepcionales hacen muy presente, acuciante. El tiempo, el tiempo físico y el tiempo psicológico, nos hace pensar en otros tiempos más oscuros, cuando las pestes asolaban el mundo conocido. No es casual que La peste de Camus haya experimentado un incremento extraordinario de ventas en Italia. En la novela, escrita al hilo del fin de la segunda guerra mundial, el escritor argelino describe la propagación imparable de una enfermedad que obligará a las autoridades de Orán a imponer un severo aislamiento a sus ciudadanos. Las reacciones se disparan, del egoísmo a la abnegación por los demás. El hecho de la reclusión nos hace pensar, vivir es pensar nuestro estar en el mundo para Heidegger, y para Camus una oportunidad para pensar el tiempo. Confinados en nuestras casas, el tiempo ha adquirido una consistencia desusada, desconocida. Y nada impide pensar en un futuro que, aunque ya muchos de nosotros no lo veamos, logre un mundo más feliz, más equilibrado, menos egoísta, más global en el mejor sentido de la palabra. Porque ahora comprendemos que la globalización adquiere más sentidos de los que creímos ingenuamente inmersos en un universo low cost.
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