Opinión

Los muertos

Estábamos en la fiesta que precede a la nevada asfixiante de Joyce, la de los muertos, cuando las tumbas le dicen al protagonista en su húmedo monólogo que esto es lo que hay. La muerte es el final pero lo que ocurre en Italia, por miles, y en España, aún por cientos, es que el rito de despedirse está prohibido por ley. Ahora sí que se quedan solos los muertos, y los vivos, sin la oportunidad de llorarlos. Ayer, las incineradoras de Madrid estuvieron las veinticuatro horas diciendo adiós a falta de familiares, que pasan el duelo encerrados en su propio sufrimiento. El fin del rito funerario nos puede volver más locos que los partes que da cada día Simón, anunciando la curva de la montaña rusa. Asciende entre los gritos del parque de atracciones. Sin un funeral, parece que no cruzan a la otra orilla. Por algo las celebraciones ancestrales llegan hasta hoy. Es todo tan culposamente imprevisto que no hay un protocolo. El Gobierno, que entra hasta en el color de las bolsas de basura, no ha tenido en cuenta que tanto creyentes como ateos necesitan de esta liturgia común. Las imágenes que llegan de Bérgamo, esos camiones que transportan ataúdes como si fueran lechugas, es el escaparate rodante de esta tragedia de soledad y anonimato. Lo último que ven los elegidos es un respiradero si hay alguno a mano. Igual a alguno le parece que qué hacemos escribiendo de muertos cuando lo que importa son los vivos. Y tendría razón. En parte. Los finados no se enteran, que se sepa. Sin embargo, hablamos de los vivos y de cómo pueden soportar la procesión sin un paso delante. Lo peor de no morirse es notar que los que se van no nos perdonan con la última mirada.