Coronavirus
Vino, sangre y saliva
Antes de contar camas de UCI, los sanfermineros anotábamos los días para el siete de julio. Esta escalera a la felicidad tiene siete peldaños: uno de enero, dos de febrero, etc., pero se paró en el tercero. El alcalde de Pamplona, Enrique Maya, ha comparecido ante los medios a pronunciar una frase histórica, evidente y para muchos, descorazonadora: «Habrá San Fermín, pero no sabemos cuándo». Se pospone la alegría.
Las fiestas de Pamplona son la antítesis de este imperio de virus, protocolos de limpieza y suelas desinfectadas. Son lo opuesto a la distancia social. San Fermín es estar cerca. El Chupinazo, por ejemplo. Día seis a las doce de la mañana. Miles de cuerpos en uno: gente abrazando a gente, gente bailando con gente, gente compartiendo el vaso con gente, gente besando a gente. Antes de que todo nuestro universo lo ocuparan pulverizadores de lejía diluida al diez por ciento, partículas contaminadas posándose en las superficies y el jodido pico de la curva, antes de que diera susto pasar por el lineal de la carne en el supermercado, digo, en el imaginario de la felicidad se acercaba Pamplona con su carga de arrojo, devoción, vino, sangre, saliva y sudor. Ese mundo, a día de hoy, no se concibe.
Miles de sanfermineros de todo el planeta se preguntan si en algún momento volverá de nuevo. La tribu global del pañuelo –descabellados herederos de Hemingway– está formada por tipos en general poco preocupados por el futuro con vidas que oscilan entre Shanghai, Londres, Nueva York y Sidney, pero que saben que del 6 al 14 de julio estarán en Pamplona, o estarán muertos. Algunos son nómadas emocionales, pero en julio echan una raíz profundísima en Pamplona. Y así, gente que ha dado seis vueltas al mundo se pierde si en el hotel le dan la habitación 52 en lugar de la 26 en la que acostumbran a dormir, si es que duermen. Esos se preguntan hoy qué será de sus fiestas, pero sobre todo, qué va a ser de su segunda patria. ¿O era la primera?
Así con las aceras en silencio, las rotondas vacías, las cuentas de los respiradores y la cola de la funeraria ante el Palacio de Hielo, cuesta abrazar toda aquella alegría, pero si se piensa bien, de alguna manera, las fiestas de Pamplona toman ahora un significado real y crudo. San Fermín supone bailar en el tiroteo durante ocho días, asumir el juego entre la felicidad y la desdicha, y celebrar la vida a dos palmos de la muerte. Es jugar a ser invencibles.
El sanferminero, que es loco y también sabio, cuenta con una frase amuleto con la que conjura ante la tristeza y el desconsuelo cuando las cosas se ponen feas. Dice: «Ya falta menos». Y ya falta menos, falte lo que falte. San Fermín será una victoria gloriosa, cuando sea.
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