Opinión

La Europa que se va

Los países que integran el Viejo Continente nunca mostraron su entera satisfacción, ni siquiera los de la Unión Europea, salvo en aspectos mercantiles, en preservar la unidad. Las diferencias entre el Norte y el Sur afloraron muy pronto. Pero norte y sur es solo una forma de hablar, un eufemismo que otra realidad más profunda, las diferencias entre países pobres y ricos. El eje francoalemán pasó a ser el cerebro de un cuerpo que viene atravesando toda suerte de accidentes históricos. Los países latinos se entienden como poco fiables y hasta Grecia estuvo a punto de caerse de lo que tantas veces hemos visto como una Unión Europea desunida. Se funda dos años después de la caída del muro de Berlín, en 1991, y la secuencia de las fechas da idea de la iniciativa que ha tenido Alemania en la configuración de la Europa actual. Decisiva a raíz del desmoronamiento político del mundo eslavo. Podríamos definir la UE como un ordenado desorden, una suma de burocracias que ya había sido denunciada ferozmente por Albert Cohen en su gran novela Bella del Señor. ¿Necesitábamos de la pandemia que estamos viviendo, de su aparición en China (Trump lo llama el virus chino) para hacer tambalear una Europa desprovista ya de un socio poderoso como Gran Bretaña? El aparente buen humor que exhibe Trump, y que oculta un comportamiento desdeñoso y autoritario, se ha torcido en un gesto agrio. Del inicial Mercado Común (nombre más adecuado a los deseos de muchos) hasta la Unión/Desunión Europea, el Viejo Continente se ha ido convirtiendo en un paquidermo de movimientos lentos. La aparición de una extrema derecha con capacidad de influir en la política alarmó incluso a los más conservadores debilitando a una izquierda quebradiza. El corona virus hace ahora tambalear las frágiles convicciones europeas y cada país busca y encuentra refugios donde puede. Los rescoldos del proyecto siempre aplazado de auténtica Unión no consiguen avivar lo suficiente el fuego de una Europa fría, enferma y ahora sin aliento.
Una pandemia supone la afectación de toda la Humanidad y, en consecuencia, el virus es previsible que avance sin hacer muchas distinciones entre naciones y balanzas fiscales. Algunas distinciones hará, porque siempre es cuestión de los recursos disponibles. Pero la idea de acortar las distintas velocidades económicas entre países europeos pobres y los ricos (de ahí el Mercado Común inicial o el Tratado de Roma, surgidos como remedio de aquella belicosa Europa que en el siglo XX se enzarzó en dos guerras mundiales) se estaba consiguiendo parcialmente. Cualquier excusa será buena para mostrar que somos mejores y más valerosos que nuestros vecinos: renacen los nacionalismos. Sin embargo, el virus no distingue demasiado, salta las fronteras y pone en evidencia los intersticios de un sistema democrático que siempre es mejorable. Lo que pasó en China, a nosotros no debía sucedernos, pues no había sucedido en los últimos cien años. Pero ha ocurrido y aquí está, enfrentándonos a lo mejor y a lo peor de nosotros mismos. Si no hay otra voluntad común que la dineraria, el euro podría sustituirse y regresar a las monedas nacionales, como Gran Bretaña consiguió con su libra esterlina. Antes de la invasión vírica ya optó por abandonar el barco, no sin muchas dudas y una severa división nacional por parte de los ingleses más conscientes de las consecuencias.
Alemania y Holanda muestran hoy de nuevo las reticencias hacia los países del Sur. Tampoco el idealismo de los fundadores de la Unión estuvo nunca claro, aunque se añore, ni fue fácil la asimilación de aquellos países que llamábamos del Este. Ni siquiera lo fue la entrada de España en una OTAN que hoy parece en franca decadencia. Tuvimos que tragar con el eslogan «De entrada, no», porque los clubes distinguidos tienen sus reglas de admisión. Nuestra industria era poco competitiva y el tiempo nos han transformado en su rincón de playa, respetando una singular agricultura basada casi en el monocultivo. Dejamos de ser aquel país pobre de principios de siglo, aunque, pensándolo bien, también Alemania ha sufrido periodos de inmensa dureza económica. Tal vez el virus coronado consiga aportarnos una nueva luz y veamos la marcha del mundo con más clarividencia. De eso tratan las crisis. Es más que probable que en el futuro inmediato algunos logren un remedio eficaz, una vacuna que acabe con el peligro en que vivimos. Contra quienes desean el fin definitivo de una hoy tambaleante Unión Europea. Muchos desearíamos explorar nuevos itinerarios hacia una verdadera, sólida y compacta Unión. Menos burócrata, más eficaz. Quién sabe si este virus inmundo nos abrirá la puerta a un nuevo mundo más solidario y políticamente más maduro. Es decir, alejado de experimentos que solo sirven para ponernos a todos en peligro. ¿Por qué no vemos la ocasión de renovar las ideas y las políticas que se han comprobado ya que no funcionan? Nuevas políticas para un nuevo mundo, el que vendrá y tal vez otra nueva Europa viene.