Opinión
Globalización y sector primario
No hace mucho tiempo veíamos los tractores de los agricultores españoles llenando las carreteras e incluso algunas calles de nuestras ciudades. Era el resultado de la contradicción productiva y comercial entre el sector primario y los efectos de la globalización. A esta última le echamos todas las bendiciones hace unos años, porque nos permitía satisfacer nuestro apetito con aquellos productos que en el pasado eran exclusivamente de temporada: cerezas, fresas, guisantes, ensaladas, sandías…Por el mismo precio prácticamente ahora disponemos de una oferta alimentaria suntuosa, aunque en este largo camino emprendido se han perdido a menudo los densos sabores originales. Los agricultores y ganaderos se lamentaban y con razón de los bajos precios que los intermediarios les abonaban por sus productos, muy distintos de los finales en los supermercados. Así estaban las cosas cuando nos alcanzó el maldito virus y parece que nos ha puesto a todos ante un espejo.
Los españoles siempre fuimos partidarios de una cocina de temporada, a base de verduras, frutas, carnes y pescados guisados diariamente en las casas. Josep Pla hizo de la cocina de temporada una obra de arte literaria, recuerden si no «Lo que hemos comido» (El que hem menjat), un ensayo publicado en 1972 sobre la cocina catalana. El libro contenía también una teoría del gusto, con agudas observaciones sobre la gastronomía tradicional, sus líneas de fuerza y sus limitaciones. Pla adoraba la primavera, cuando los productos frescos de la huerta son más variados y abundantes y por tanto la cocina puede abrirse a la variedad y a la experimentación. El gran escritor ampurdanés no conoció la globalización, pero en su defensa acérrima de la pureza de las cosas y de los productos del mar o de la tierra tenía algo de profeta.
Ahora, entre los bajos precios que perciben los agricultores y la despoblación de la España agrícola y ganadera, todos a la búsqueda de una mayor calidad de vida, nos vemos faltos de la mano de obra que habitualmente llegaba de Marruecos o de Rumanía a recoger fruta, trabajo que creíamos haber dejado atrás. La renovación de la agricultura en España se impuso como una necesidad. Ya Jovellanos en su Ley para la reforma agraria proponía cambios profundos en el campo, cuando la tierra se cultivaba con escaso conocimiento técnico y científico. La situación actual, de verdadera emergencia, ha obligado al Gobierno a estimular una nueva población capaz al menos de recoger las cosechas e impedir que los agricultores pierdan, en algunos casos, un año de su trabajo. Esperemos que los resultados sean positivos. La aparición de este maléfico virus al que, sin duda, doblegaremos a muy alto coste económico y social, se observó primero como fruto de intrigas conspiratorias, venganzas políticas, maniobras contra una u otra potencia y hasta como una severa penitencia debida al poderío que la tecnología ha alcanzado en nuestras vidas. ¿Arrasará la pandemia con nuestro orgullo como habitantes de un planeta exhausto? Ahora vemos con dureza la cara oculta de los vuelos low cost; la ansiosa circulación de las mercancías de un extremo al otro de la Tierra; el viajar sin necesidad, sin curiosidad, sin más sentido que el ir de un lugar a otro por el mero afán de subir las imágenes de la novedad en instagram. Diría que el confinamiento está haciendo su efecto. Pero todo son especulaciones sobre la forma en que, como sociedad, vamos a salir adelante. ¿Aprenderemos la lección que nos proporciona un progreso desaforado? Depende de si entendemos el encierro actual como una oportunidad para introducir cambios inteligentes en nuestras vidas, o solo lo consideramos un paréntesis maléfico que nos ha convertido temporalmente en estatuas de sal. La situación que vivimos ahora me recuerda la de los primeros años 60, cuando salíamos de la economía de subsistencia anterior, de la masiva pobreza en que vivían las familias después de la guerra. Entonces los españoles descubrimos el hedonismo, la industrialización, y la gente abandonó otra vez los campos, donde la vida era y se hacía miserable, para trabajar en las grandes ciudades. Fueron los primeros años del turismo, un cambio prodigioso en una dirección, la podemos calificar de exógena, en la que no hemos dejado de avanzar. Tal vez ahora se requiera otra dirección, recuperar el sentido y la importancia de las cosas verdaderamente valiosas, avanzar con más lentitud, ir hacia dentro, fortalecer el interior. Nuestros campos, nuestros ríos, nuestros mares, nuestros montes.
Ahora mismo nos parecemos a los caracoles por la lentitud que ha adquirido la existencia, una lentitud que ha detenido, sin embargo, la contaminación ambiental, que nos invita a la reflexión y a practicar la solidaridad en la distancia. Con un poco de suerte, los peces recuperarán su hábitat marino, por los ríos correrán aguas más limpias y los glaciares contendrán el deshielo. Con un poco de suerte comprenderemos que el progreso no puede reducirse al beneficio económico de individuos y grandes empresas. Vamos a necesitar de la imaginación para que nos ilumine el camino y de mayor buena fe que la que demuestran ahora algunos países, dícese que socios.
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