Opinión

Azorín, Thoreau

Parece ser que en estos días de confinamiento obligado los buscadores de viviendas se alejan cada vez más del centro de las ciudades, agobiados por su cemento, y se interesan por viviendas en las afueras, o en playas y montañas pensando en terrazas que den al mar o a la montaña o al campo. Porque la Naturaleza nos es necesaria, queremos disponer de un aire tal vez menos contaminado y contemplar el espectáculo de la primavera impertérrita que renace año tras año y de la que querríamos sentirnos más partícipes. Tal vez la maldita pandemia nos lleve a reocupar aquella España que fue vaciándose con o sin nostalgia, dependiendo de la necesidad y de la hondura de las raíces. Quedan algunos ancianos anclados todavía en la vida rural, conscientes de que se habían quedado atrás en la marcha del progreso. Salvador Pániker creo recordar que ya hablaba del retroprogreso, de no olvidarse del pasado para encarar el futuro con garantías. La mayoría de nuestras urbes están tejidas con ancestros campesinos, labradores que amaban sus tierras y aprovechaban los días de lluvia para labores de interior. Las ciudades nos fueron acogiendo a la vez que sus dimensiones se hacían más ingobernables.

El nuevo mundo, tras el virus, de nacer, tal vez modifique sus modelos de conducta y regrese a una vida más sencilla, nunca bucólica porque eso solo se da en la literatura pastoril. Un mundo menos competitivo porque la fascinación por la competencia haya quedado atrás, como un dulce mordisqueado. Entonces los pueblos dejarían de ser los clásicos refugios veraniegos o de fin de semana, aunque no se llegara a la vida rural descrita por José Mª Pereda, Josep Pla o el mismo Azorín. No es inútil recordar a uno de los prosistas más tersos y rigurosos del pasado siglo. En 1905 con el título de Los Pueblos. (Ensayos sobre la vida provinciana) reunió, una serie de artículos publicados en España, unos meses antes. Su visión de lo que Azorín llamó acertadamente la «vida provinciana» poco tiene que ver con la de hoy. Ahora el interés de una provincia se mide por la rapidez de sus medios de comunicación para llegar a la gran ciudad. Pero los pueblos azorinianos son la quintaesencia de la quietud, del imperio absoluto de un principio, el ne varietur, que sin embargo los condujo a la ruina. Tal vez tras la pandemia cambiemos nuestra mentalidad y valoremos aquellos escenarios con otra perspectiva. «Un pinar, decía Thoreau, es una realidad tan sustancial y memorable como un amigo». Un día vio a dos hombres talando pinos, los más altos del municipio. La escena le pareció simbólica por lo que había quedado del lugar, escribe su biógrafo Robert Richardson. Alrededor de la tala había quedado un claro y un pino más bajo que no tenía ya compañía en los montes. Y se pregunta Thoreau por qué quedó allí cuando se llevaron a sus compañeros. También Azorín, en un artículo de 1898, se planteaba el alma de las cosas, las animadas y las inanimadas con una bella reflexión: «Sí, la Naturaleza tiene alma (…); tiene alma la casa abandonada en pleno campo, cerradas las puertas, desmoronándose las paredes, batiente una ventana que el viento hace gemir con tristeza infinita en las horas de vendaval; tiene alma el mueble antiguo (…)tiene alma cuanto nos rodea, cuanto vive a nuestro lado, y asiste impasiblemente, en silencio, a nuestras tragedias íntimas, a nuestros dolores microscópicos, como a nuestras expansiones de placer, a las alegrías de una hora».

Las casas eran la debilidad de Azorín, como los bosques fuen la debilidad de Thoreau. «Si los hombres observaran sola y firmemente las realidades, y no permitieran que se les engañe, la vida, comparándola con las cosas que conocemos, sería semejante a un cuento de hadas». Por el momento nada más lejos de nuestra percepción. Pero el alma de las cosas que tanto Thoreau como Azorín nos descubren en su obra sigue viva. No importa que sea un antiguo escritorio de cedro con listas de marfil o un sencillo modelo Jacques comprado en Ikea. Las cosas se humanizan con el contacto, adquieren algo de nuestra fisonomía. En su viaje a Esquivias, a la búsqueda de la casa de Cervantes, Azorín llega, no sin dificultades, al pueblo toledano que entonces no tenía más de 250 vecinos, 37 de ellos hijosdalgo. Y le embarga la emoción cuando entra en el que fuera dormitorio del matrimonio Cervantes y aparece una muchacha para ofrecerle unas pastas y el vino del lugar. Hay que tener su fina y cultivada sensibilidad para saber reencontrarse con el pasado y conciliarse con él. Tal vez podamos regresar a los pueblos, los viajeros que hartos de ver mundo se refugian finalmente cerca de las fuentes de la vida, de sus vidas, la de sus antepasados. Y ya no se mueven. Una vez allí, tal vez comprendamos el sentido del verdadero brotar de la tierra que precede a la verde primavera. Una utopía más.