Opinión

Bajar la escalera

La mayoría de la población –y no sólo la española– de un modo u otro ha sentido miedo en estos últimos y largos meses, algunos incluso habrán experimentado mucho miedo. La circunstancia es tan insólita que hace pensar en otras circunstancias históricas: la guerra (in)civil, por ejemplo. En aquellos años el miedo caló en todas las conciencias. Pero reconozco que es un paralelismo muy forzado. Poco tiene que ver nuestro confinamiento actual, que a menudo transcurre entre algodones, con la violencia, la falta de lo más elemental en todas las casas y el enfrentamiento entre vecinos a punta de pistola o de fusil. Nada es comparable, pero sí el peso moral que significa una amenaza. La trinchera infinita nos recuerda el alcance que llegó a tener el miedo, la amenaza del castigo, en algunos individuos que soportaron el ostracismo más absoluto encerrados como animales en la guarida de sus casas durante años y años.

El Diccionario de la RAE ofrece una acertada definición del miedo: «Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal que realmente amenaza o que se finge la imaginación» y en estos días esa perturbación ha adquirido ahora una dimensión global. Ha llegado de varias formas hasta nosotros, una de ellas por la presión de los medios de comunicación. El Covid-19 es ya un asunto de interés casi exclusivo en los medios porque nuestras vidas de pronto han pasado a depender de ese hilo invisible que es el contagio vírico. Hemos visto el aspecto de ese virus con un aura en forma de corona reproducido miles de veces en los medios. Nos es familiar al tiempo que es nuestro enemigo.

Cuando el miedo aparece en grandes grupos humanos o se advierte por la modificación que ejerce en conductas y formas de vida puede derivar en trastornos psicológicos. Y es lógico. Cualquier confinamiento del «homo socialis» constituye una aberración debido a nuestra sociabilidad innata. Somos humanos porque somos seres sociales y nuestra especie es capaz de progresar y producir porque aprendemos junto a los demás. El contacto con otras personas nos es imprescindible. Dudo mucho que la nueva sociedad, expresión de la llamada «nueva normalidad» en la que nos moveremos nos ofrezca ventajas, pero serán restricciones impuestas por circunstancias contingentes. Al miedo y al distanciamiento social se suma la incertidumbre. Henry James explica en su teoría refleja de la mente que esta última es un mecanismo esencialmente teleológico, es decir que funciona en exclusiva con miras a unos fines que no existen en el mundo de las impresiones recibidas sino que son establecidos por nuestra subjetividad, emocional y práctica. Ahora estamos muy necesitados de considerar en profundidad este juicio formulado por el que fuera hermano del gran novelista estadounidense. El confinamiento ha aguzado la importancia de nuestras concepción del mundo porque nos hemos visto obligados a apoyarnos en ella: destruyan ustedes, dice James, la naturaleza volitiva, los propósitos, las preferencias, las aficiones subjetivas y no quedará el más leve motivo para ordenar nuestra experiencia del mundo.

Ahora más que nunca dependemos de nuestra voluntad para combatir el miedo, la incertidumbre y las amenazas generadas por ese cuerpo invisible al que nos vemos obligados a combatir. Deseamos recuperar nuestra libertad que ahora llamamos, en un nuevo lenguaje técnico traducido del inglés, «desescalada». Desescalar algo es bajar progresivamente de ese algo que antes habíamos subido. Puede suponer un riesgo, ciertamente, pero la vida, el mero hecho de vivir es un peligro continuo. Lo que está claro es que una cierta remodelación de nuestra experiencia se ha impuesto como necesaria, no hay escapatoria.

Y no se observa desde el túnel de la desescalada impuesta una feliz salida. Pero es que el mundo real se ha puesto difícil. La globalización nos ha conducido a una conexión sutil pero constante y permanente de todos los seres, animados e inanimados, que habitamos el planeta: al tiempo que yo escribo este artículo, un pescador chino atrapa un pez a orillas del Yangtze, un hombre estornuda en Alemania, una niña nace en Colombia, una placa de hielo se pierde en el Mar del Norte y una gaviota se posa en el filo de alguna costa. Todo está conectado. La globalización también consiste en esta yuxtaposición de planos que para algunos ha supuesto beneficios económicos incalculables. ¿Cómo controlarlo? La única manera de hacerlo comprensible es segmentarlo en historias, en artes, en ciencias, en negocios. La desescalada que propone el Gobierno entiendo que responde al mismo propósito: romper el futuro inmediato en segmentos, en fases que puedan ser controlables atendiendo a los propósitos que guían los fines del individuo según William James: la simplicidad conceptual y la previsión. Son los propósitos que guían a la ciencia de la cual dependemos más que nunca. Nos queda por ver que el mundo real, ahora mismo, se preste a la remodelación que se le propone quirúrgicamente. Pero pensemos también en lo que hace la ciencia cuando fracasa, vuelve a intentarlo, una y otra vez. Confiemos en ver el mundo reducido a la forma deseada. Confiemos en poder bajar la escalera que tan atrabiliariamente subimos hace unos meses. Ahora necesitaríamos a Cortázar.