Opinión
Luz de luna
Se produjo un cierto escándalo cuando se calificó el cine como «Séptimo Arte». El argumento del rechazo era su carácter colectivo, cuando la creación artística seguía entendiéndose como un acto personal. El cine tuvo su purgatorio y las críticas a esta nueva y amenazante industria cultural arreciaron en los años 30. Recordemos la novela Cinematógrafo, del malogrado escritor Andrés Carranque de Ríos, uno de los primeros testimonios literarios sobre el cine a partir de una historia desolada de ignorancia y explotación. Aquellas vivencias encontradas que sugerían las primeras experiencias cinematográficas quedaron muy atrás. Y en pleno siglo XXI nadie puede dudar de las amplias calidades artísticas que puede alcanzar una película o una serie de televisión. Sin duda, el confinamiento, que pronto cumplirá los dos meses, ha reforzado nuestra condición de homo ludens, de seres jugantes o juguetones, por utilizar la expresión con la que el humanista neerlandés Johan Huizinga tituló uno de sus ensayos más conocidos. Siendo un libro brillante no pudo superar su magistral ensayo de 1919, «El otoño de la Edad Media». «Homo ludens» se publica casi veinte años después del anterior y es una referencia igualmente imprescindible. En él sostiene la idea de que los conceptos antropológicos convencionales de homo sapiens y homo faber resultaban insuficientes para reflejar la condición humana. Huizinga invierte los términos habituales para subrayar su naturaleza lúdica: no se trata de pensar qué espacio concedemos al juego en el mundo de la cultura sino, muy al contrario, de considerar hasta qué punto la cultura no incluye el juego como un componente esencial. En definitiva, necesitamos llevar a cabo actividades que no respondan a ninguna obligación, a ningún sentido del deber, que sean expresión de nuestra libertad más íntima, aunque eso no signifique que sean actividades inanes. En el juego, en el hecho de jugar, proyectamos nuestra fantasía, nos abrimos a otro tipo de conocimiento y ello nos aporta un sentido desacralizador de la existencia que, de lo contrario, sería de una rigidez insoportable.
El homo ludens lo es ahora más que nunca, pues las oportunidades no hacen más que multiplicarse. Y los formatos para ello también: el mundo de la pantalla que en los años 30 del siglo pasado tenía un carácter casi sobrecogedor por la magia que concentraban las imágenes se ha expandido. Las grandes productoras, los diseñadores de juegos, la industria informática, en conjunto todos tienen en común crear nuestra adicción a sus productos. Nos quieren tener enganchados a su increíble capacidad para maravillarnos. El confinamiento ha servido pues para dar un paso más en la dirección apuntada por Huizinga. Más ludens que nunca por la fuerza de los hechos, o mejor de la inactividad.
Al parecer en este periodo de confinamiento permanecemos un promedio de cinco horas diarias frente a la televisión. Una quinta parte del día destinado al consumo televisivo. Nos faltan estudios, que espero que no dejen de hacerse, sobre las características de este consumo masivo y entregado. ¿Quién es consciente de que todo procede del descubrimiento de las posibilidades de transmisión de un modesto elemento químico llamado selenio (en griego, luz de luna)? De aquellas primeras imágenes fotográficas en blanco y negro al poderío audiovisual del mundo actual, la evolución es, ha sido, impresionante.
El mundo de la cultura ha incorporado plenamente las referencias procedentes del cine y la televisión, por no citar algunos géneros como el cómic o la novela gráfica que beben directamente del medio visual. Lo hemos llamado cultura pop y ha barrido con oposición tradicionales como la que distinguía la alta cultura de la cultura popular. Pero demos un paso más y aventuremos una nueva posibilidad: la de ver en la televisión un espacio de experimentación artística. De avanzar en esta dirección perdería parte de su público, aunque permitiría una horquilla de experiencias mucho más amplia. La línea podría ser la mantenida por el canal Arte, una coproducción franco-alemana que mantiene su rigor estético sin dejar de proponer producciones muy audaces. De lo contrario, y con un promedio de cinco horas diarias de televisión corremos el riesgo del que advertía Theodor W. Adorno en 1963, tras analizar los argumentos que ofrecían los filmes televisivos de aquellos años: el público, de no ser consciente de la carga ideológica contenida en los diferentes programas que consumía con indiferencia, podía acabar en la idiotización y la invalidez psicológica. Entre Huizinga y Adorno, entre el aprendizaje del juego y la alienación que para Adorno puede acabar en mutilación, debemos ser conscientes de los riesgos y las posibilidades. Yo no nací con la televisión, pero forma parte de mi hábitat desde hace años. Veo cine, programas centrados en la política, noticias. Veo de todo. La televisión es el modo más expeditivo de paliar la soledad. Probablemente haya muchas soledades tras esas cinco horas diarias de promedio. En todo caso, me gustaría poder disponer de una programación más abierta, más experimental, más atrevida estéticamente y, en definitiva, que invitara a la inteligencia del televidente en lugar de rechazarla por el pánico a que el espectador cambie de canal. Sería un modo de conciliar los contrarios: Huizinga más Adorno.
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