Opinión

Vencer al virus con la televisión

Aunque sea por comparación con los otros dirigentes europeos, la aparición en público de Pedro Sánchez se ha convertido en un exceso de difícil digestión, incluso puede que contraproducente para sus intereses. Sin embargo, en nada ha ayudado a resolver el verdadero problema al que nos enfrentamos. Desde su primera comparecencia, el pasado 12 de marzo, su exposición ha sido imparable, siempre haciendo uso de la televisión pública y del resto de medios que, por responsabilidad, dan cabida a verdaderas peroratas. No hay que olvidar que cuando Sánchez aparece por primera vez en la televisión habían sólo 1.266 casos y, por contra, 324 muertos. Algo no se estaba haciendo bien. Sus apariciones han durado de los 40 minutos de la primera, a los 70 de la semana pasada y, de nuevo, 40 minutos, ayer. En total, han sido 12 apariciones que no han tenido la menor eficacia técnica, porque, posteriormente, sus colaboradores se han visto obligado a matizarlas. En muchas ocasiones, actúa como «globo sonda» para saber la recepción de determinadas medidas por la ciudadanía, como cuando anunció que los niños podían empezar a salir a la calle o aspectos concretos de la desescalada. Con este panorama, es evidente que ha dejado de buscar la eficacia del mensaje, que debería ser claro y conciso, para perseguir otros réditos que ve peligrar.

Sólo desde el convencimiento de que la crisis no se ha afrontado correctamente es posible que Sánchez asuma tanto protagonismo público, aunque insustancial, algo que se ve como un suplicio más de una ciudadanía confinada que debe soportar además los discursos de un presidente que no transmite confianza alguna. Mezcla los mensajes a la Nación con ruedas de Prensa, lo que acaba adulterando lo uno y lo otro, pues las respuestas a los medios de comunicación no se sabe si son opiniones contrastadas y objetivas –como las que cabría esperar de un supuesto hombre de Estado basada en información facilitada por los «expertos»– o mero tacticismo con vistas a su supervivencia política. Si seguimos la analogía europea, es fácil entender que la estrategia del presidente del Gobierno no tiene más sentido que la de reconstruir una imagen deteriorada por una gestión desastrosa. La canciller alemana Angela Merkel se dirigió al país por primera vez –la primera vez en 14 años– el pasado 18 de marzo, en el momento álgido de la epidemia, con un mensaje de 14 minutos en el que se limitó a decir que la pandemia era el mayor reto desde el final de la Segunda Guerra Mundial y que era «fundamental seguir con disciplina las directrices dadas por las autoridades sanitarias». Ese día el número de contagiados en Alemania eran de 12.000 y solo 28 muertos. Por su parte, Emmanuel Macron si dirigió a los franceses por primera y última vez el 13 de abril, con un discurso de 26 minutos desde el Elíseo y el mensaje fue simbólicamente claro –llevaba corbata negra–, sin medias tintas: la epidemia no estaba controlada. Hasta ayer mismo, Sánchez seguía refiriéndose al virus como un agente maléfico –«el virus sigue al acecho»–, que es imposible erradicar y que sólo el confinamiento de los españoles y la parálisis de la economía podrá paralizarlo. Un mensaje infantil aliñado con concepto grandilocuentes, como la «triple red social que hemos desplegado» para aguantar el destrozo social y económico, o que el ICO «jamás hasta entonces había dado tantos créditos», desgraciadamente.

Es muy difícil que la llamada de Sánchez a favor de «patriotismo colectivo» que hizo ayer sea creíble y, sobre todo, tenga alguna eficacia. Él sabe que sólo sería tenido en cuenta si actuase con un criterio patriótico, es decir, anteponiendo los intereses del país a los de su partido, incluso a los personales. Un trato de complicidad con la oposición, de lealtad y compromiso mutuo para sacar el país adelante hubiese valido más que su proclamas sin energía alguna dichas en un uso abusivo de la televisión pública.