Opinión
Los otros virus
Estoy triste por lo que veo y enfadada por lo que intuyo. Triste, porque no aprendemos, por tantas aglomeraciones de irresponsables, de norte a sur, abarrotando los bares, ocupando las playas como si no hubiera un mañana. La Barceloneta, en fase cero, tiene estos días la misma estampa que Benidorm en el mes de agosto. Qué pronto se olvidan algunos de los cerca de 28.000 fallecidos que llevamos ya a causa del coronavirus. Lo mismo te digo de las manifestaciones en las que no se guarda la distancia de seguridad, por muy lícito que sea protestar contra el Gobierno de Pedro Sánchez. Estoy triste porque arrastro el luto, el dolor y hasta el trauma de haber perdido a seres queridos de un día para otro, porque recuerdo como si fuera ayer el Palacio de Hielo convertido en morgue, lo mismo que el llanto roto de algún médico, impotente ante el desastre sanitario.
La tristeza máxima es hoy la cola kilométrica del hambre, el virus de la pobreza, saber que se han multiplicado los ciudadanos que acuden a los comedores sociales. Estoy también muy enfadada. Censuro que la prioridad de quienes nos gobiernan sea su propia supervivencia política, muy por encima de todo lo demás, de la ética, de la economía misma. Me resulta intolerable que este PSOE, en su momento diana de ETA, esa misma formación que, hace solo dos días, vio cómo la kale borroka atacaba a uno de los suyos, haya estampado su firma –vía Adriana Lastra– junto a la de Bildu a cambio de un puñado de apoyos en el Congreso de los Diputados. Cinco votos «por si acaso», para prorrogar el estado de alarma y para atizar, ¡en qué momento!, el debate de la derogación de la reforma laboral a espaldas de su propia vicepresidenta económica.
Cinco puñaladas por la espalda a muchos de sus militantes, a una mayoría de ciudadanos que observan, perplejos, las jugadas de los estrategas de La Moncloa: a la vista de todos le tienden la mano a Ciudadanos mientras, por detrás, siguen buscando la complicidad de sus socios de investidura «por lo que pueda pasar», vía el vicepresidente Pablo Iglesias. El fin justifica los medios, aunque desconcierte y hasta decepcione a los votantes, a los empresarios, incluso a sus hábiles aliados del PNV. Es un hecho: nos gobierna el virus de la irresponsabilidad.
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