Opinión

La soledad del arte

Todos hemos visto imágenes de museos vacíos, cuadros en las paredes sin unos ojos que admiraran su composición, la técnica del dibujo, el cromatismo o la profundidad del paisaje. Cuadros solos, sin nadie alrededor. No fue una transición. De un día para el otro el gentío de las calles, de las exposiciones, se convirtió en silencio y en soledad. Un imagen descorazonadora, si no fuera porque los humanos tenemos el don y la riqueza de ver las cosas desde diferentes puntos de vista. Y desde alguno de ellos podemos ver, por ejemplo, soledad y aislamiento, en cambio desde otro valoramos la posibilidad de reflexión que nos ha proporcionado el cierre de la vida social. ¿Necesito el arte? Lo tenía tan al alcance de la mano que no me planteaba su función en la vida cotidiana. Marx y Engels tuvieron el acierto de incluir el fenómeno social del arte dentro de una explicación general de la sociedad. Solo la educación de los sentidos permitió el nacimiento del arte. Desde las pinturas «rupestres» de Altamira hasta la performance más experimental, solo una disposición subjetiva de los seres humanos ha permitido acumular tanta experiencia artística. Toda la historia del mundo puede explicarse como la evolución de esa disposición subjetiva a la hora de ver, de sentir, de oír. Es necesaria la capacidad de objetivación que tenemos como individuos, una capacidad que es teórica y práctica a la vez, para transformar en humanos nuestros sentidos y también para crear un sentido humano correspondiente a toda la riqueza material e inmaterial del mundo.

Un museo puede considerarse como un recorrido por esa disposición subjetiva, a lo largo del tiempo y de sus distintas necesidades. De la plural e inalienable necesidad de crear que tiene el ser humano en cualquier contexto, por precario que este sea. Pensemos en Soljenitsin memorizando testimonios y experiencias de los presos en el Gulag siberiano, a los presos los llamaban zek, y escribiendo después torrencialmente sobre aquella durísima experiencia.

Pero hablábamos del arte. No cabe duda de que hay creaciones, lugares, seres que están hechos para nosotros. Se cruzan en nuestro camino de forma azarosa y se vuelven indispensables, imprescindibles, una vivencia, en definitiva, que ya no podemos olvidar. Recuerdo haber visto un paisaje de Balthus en la edición de sus deshilvanadas Memorias. El pintor es hiperconocido por su temática frecuente, la supuesta lascivia femenina. Él sostenía, sin embargo, que no había que verlo así, como un reflejo de la realidad, como una especie de acto erótico sublimado o reprimido, sino como fruto de una experiencia que es inaprehensible para el lenguaje, para la palabra. Aquello que Camus llamaba «el corazón palpitante del mundo». El paisaje aparece en la edición del libro montado en un caballete de su estudio. El paisaje es un valle rodeado de montañas enrojecidas y atravesadas por un riachuelo, con una casa y unos árboles en primer plano. El afán de Balthus por captar la belleza de la naturaleza, sin más rastro humano que la presencia de la casa, pero todo ello matizado por una poderosa luz es un afán casi místico por avanzar en esa disposición subjetiva que casi todo lo explica. En sus Memorias leemos que una de sus primeras acciones por las mañanas es, era, la de informarse sobre el estado de la luz. Como Jovellanos salía de la casa a informarse del estado del tiempo: nublado, ventoso, soleado, lluvioso … Saber si será posible pintar, o viajar, y en definitiva si será posible adentrarse en el día intuyendo hasta donde podrá llegarse.

Sin duda cuando los museos vuelvan a abrirse las impresiones de los visitantes no serán las mismas. Nuestra percepción del mundo habrá cambiado. Seremos más conscientes de nuestra vulnerabilidad y quizás por ello valoremos más lo que nos ofrece el arte. ¿Nos es necesario? No para sobrevivir, pero sí para vivir con plenitud la vida.

Entiendo que también el mundo del arte, el de los creadores, se verá alterado por la experiencia del confinamiento. La creación siempre ha sido una experiencia solitaria y silenciosa. Al menos en parte. Los majestuosos frescos de la Capilla Sixtina pintados por Miguel Ángel no eran, no podían ser, una obra solitaria. A su lado estaban sus discípulos trabajando siempre bajo su dirección. ¿Debería entenderse entonces como una obra colectiva? En parte lo fue, pues intervinieron otros pintores a lo largo del tiempo en que aquellas inmensas paredes de la capilla pontificia fueron cubiertas.

En todo caso, la obra de arte es capaz por sí misma de crear un público sensible, capaz de reconocer la belleza y admirarla. Necesitamos el arte porque nos completa como individuos, necesitamos volver a los museos, ver los cuadros, que nos miren y en ese enriquecimiento mutuo crecer y ser más libres. Porque la producción artística, como dice Marx, no solo crea un objeto por un sujeto, también crea un sujeto para el objeto. Así es. El arte también nos necesita.