Opinión
Bondad ocasional
Es repugnante del racismo no solo su injusticia primordial, su inhumanidad, su matonismo inherente, sino también el hecho accesorio de que hoy en día hemos de soportar además la hipocresía del oportunismo victimista que busca rentabilizar su rechazo. Este año Lewis Hamilton ha pintado su coche de negro afirmando que lucha contra el racismo. Pues vaya sacrificio. Le va a salir barato. ¿Diremos que conduce un coche negro o tendremos que decir que es un vehículo de color? Hamilton lleva quince años en la fórmula uno y ha tenido tiempo de sobra para denunciar el racismo durante ese tiempo. De hecho, hace siete años cuando consiguió su primer título mundial era el momento perfecto para, si había racismo en su disciplina, proclamarlo. Pero no le oímos decir ni mu.
Si quiere reivindicar a Floyd y ayudar a quienes están discriminados no hace falta tanta publicidad. Hacer cosas concretas está más cerca de su mano, con todo el dinero que tiene, que de la mayoría de la gente. Así que menos cuento. El supremacismo, el racismo, es en el fondo un tipo de mafia excluyente. Y Hamilton siempre ha sido bastante mafiosillo. Es como esa película «Le Mans 66», un bodrio racista, donde todos los pilotos italianos tienen cara de malos y a los latinos está justificado engañarlos, hacerles trampas, calumniarlos. Porque ahora va a resultar que eso no es ser despreciablemente inmoral, sino que, para el anglocetrismo, eso significa ser simpático, listo y espabilado, una muestra innegable de superioridad.
El automovilismo no es racista y la presencia de Lewis Hamilton en su palmarés lo demuestra. En todo caso es clasista, en la medida que exige una base financiera importante para acceder a él. Hamilton es un gran piloto, pero no podemos olvidar que colaboró con la prensa inglesa en crear cierta ojeriza a los pilotos latinos. Quizá porque no podía olvidar como uno de ellos en 2007 le había metido cinco segundos en Montecarlo en igualdad de condiciones. Eso, la igualdad de condiciones, es algo que luego, sobre la pista, nunca parece gustarle mucho a Hamilton; pero en realidad es lo que debería hallarse de un modo imprescindible en la base de cualquier lucha verdadera contra todo racismo.
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