Opinión
La dinastía histórica
Como dice el libro de los libros, el desorden nunca salva, sólo por la serenidad se alcanza fortaleza (Isaías 30, 15-16). Ignacio de Loyola escribió algo parecido. Teniendo en cuenta la frase profética, podemos afirmar que en momentos difíciles como los actuales, que exigen ánimo reflexivo y amplio consenso, modificar la Constitución aparece como un propósito incierto.
Aprobar leyes al son de los acontecimientos tiene algo de improvisado, aunque también tiene sentido. De algún modo, el Derecho es una evolución de ideas, tendentes a organizar de forma racional el entramado social, y la propia Carta magna define a España como una sociedad democrática avanzada (CE, Preámbulo). Son numerosos los textos legales que han surgido para hacer frente a situaciones concretas, para cuya solución jurídica no alcanzaba la ley positiva, ni la costumbre, ni los principios generales del Derecho.
Podemos reformar la Constitución para mejorarla técnicamente, incluso para cambiar el régimen. No obstante, suprimir la monarquía parlamentaria exige un largo proceso constituyente, que puede desanimar a los más entusiastas, poniendo nerviosos a los más prudentes. España tiene el privilegio de haberse legitimado a sí misma, en orden a modificar, o incluso suprimir, la monarquía parlamentaria como forma política de gobierno.
Por regla general, los Constituyentes se ponen solemnes a la hora de definir las bases de su Ley Fundamental, y son muy celosos en cuanto a su reforma. Muchas naciones democráticas no permiten cambiar el sistema político. La Constitución francesa proclama que el régimen republicano no es reformable (artículo 89). La italiana establece la misma intangibilidad (artículo 139). La constitución noruega afirma que sus principios no pueden ser modificados, exigiéndose en todo caso la aprobación del Rey (artículo 121). En el mismo sentido se pronuncian la constitución de Mónaco (artículo 94). En Iberoamérica, la doctrina considera que los artículos iniciales de las constituciones son «pétreos», en cuanto consagran el régimen republicano.
La libertad de expresión y participación política de los españoles los legitima, a diferencia de los supuestos referidos, para propugnar la instauración de un régimen republicano. Sin embargo, alguna consideración al respecto parece indicada. Cuando se asume un compromiso político de gran calado, como el propuesto al pueblo español por las Cortes Constituyentes al restaurar la monarquía en 1978, se actúa con un propósito de permanencia, pues la estabilidad es esencial para la democracia.
La restauración de la monarquía española significó la confirmación de la vigencia de la dinastía histórica, fórmula utilizada por la Constitución de Luxemburgo, que sostiene el trono sobre el pacto dinástico (artículo 3). En análogo sentido, la Constitución del Japón señala que la legitimidad del trono es dinástica (artículo 2). La dinastía histórica española viene constituida por una línea familiar descendente y continua que, prácticamente sin interrupción, ha estado al servicio del pueblo español desde el siglo VIII de nuestra era. Se proclamó a Don Juan Carlos, en cuanto heredero de dicha dinastía (artículo 56 CE), legitimidad tradicional que movió al pueblo español a confiarle la Corona.
Los avatares de la vida política pueden evidenciar en mayor o menor medida el acierto de los constituyentes, y la evolución de los valores democráticos puede reclamar una mejor aplicación. No obstante, nuestro sistema semiflexible no prevé la extinción del régimen monárquico, sino la sustitución del capítulo segundo de la Constitución, por otro equivalente que instaure la forma republicana, texto sobre el que debe alcanzarse el consenso redoblado de los dos tercios de componentes de cada cámara, en dos sucesivas legislaturas, más luego un referéndum vinculante. No cuentan las abstenciones ni las ausencias, exigiéndose dos tercios de votos favorables del total de componentes de cada Cuerpo legislativo, individualmente considerado. En una previsión similar a la moción de censura, que no permite derribar sin más trámite a un gobierno, para sustituir la monarquía parlamentaria se exige agrupar los dos tercios de cada Cámara, apoyando un texto republicano concreto, dentro de las múltiples modalidades posibles.
Cuanto más relevante es una institución, mayores cautelas exige su reforma. La Constitución no prohíbe la instauración de la República, pero el calado político de la aprobación de nuestra Carta implicó la asunción de un compromiso. El Rey es el gran embajador de España, el jefe de las Fuerzas Armadas, asume notable iniciativa en la designación del Gobierno. Sobre todo, es árbitro del funcionamiento de las instituciones democráticas, condición privilegiada que consolida a España como miembro del grupo de naciones avanzadas.
Las especiales circunstancias que estamos afrontando, nos indican las prioridades de nuestra sociedad. Entre ellas destaca el compromiso con la paz y la unidad de España, valores encarnados por la Corona, símbolo de la nación y espejo de su soberanía.
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