Política

El mundo se acaba

Esta semana el ministro de universidades, un tal Castells que anda siempre desaparecido, dijo en no sé qué foro que “el mundo se acaba”, y, aunque parezca increíble, no puedo estar más de acuerdo, porque así lo sentenció mi hija cuando por fin salimos del confinamiento y pudimos reencontrarnos. Fue la sensación conjunta que tuvimos ambas pero hubo que matizar. El mundo quizá no se acabe, pero España sí. Estamos ante lo que antaño se llamaba “liquidación por derribo”, ante la destrucción del Estado y del país, que son dos cosas diferentes si bien muchos utilizan los dos términos de forma indistinta. En estos momentos me identifico más que nunca con Unamuno, cuando dijo “Me duele España. ¡Soy español! Español de nacimiento, de educación, de cuerpo y de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio. Español sobre todo y ante todo”. Pero… ¿dónde está España en estos momentos en que se tolera y se traga con todo lo que nos están echando encima, en la más absoluta de las impunidades? ¿qué España le estoy dejando a mi nieta y qué España contemplará cuando tenga mi edad? ¿Existirá España para entonces? ¿En qué se habrá convertido? Me duele que en estos momentos esté viviendo la España de la miseria y del virus mal gestionado, cuando a su edad yo tenía libertad absoluta para salir a jugar a la calle sin que ningún peligro me acechara al otro lado de la esquina. Me duele que una adolescente, Leonor, que al nacer estaba llamada a ser Jefa del Estado, como escasas veces tuvo lugar en la historia de España, que tendría una preparación impecable tanto intelectual como militar, como en leyes, como en macroeconomía, como en todos los ámbitos en que por su condición de Reina reinante fuera necesario, nunca llegue a ocupar ese despacho que con tanta eficacia ocupó su abuelo Juan Carlos I y del que quieren desalojar a su augusto padre Felipe VI. No llegará a reinar porque en estos momentos se ningunea y hasta se detesta la figura del Rey por el hecho de que la monarquía no gusta a los socios que un gobierno que se vende al mejor postor con el único objetivo de no abandonar nunca el sillón donde se ha apoltronado.

Me duele también Madrid, la ciudad que me abrazó cálidamente desde el momento en que puse el pie en ella para quedarme y tener mi vida y mi hogar perfectamente asentados, para quedarme a trabajar y a disfrutar de su belleza. Precisamente por eso, por su belleza, por su capacidad para acogernos a quienes pedimos entrar y formar parte del madrileñismo y de disfrutar de la libertad que supone no tener que someternos a lenguas vernáculas obligatorias, a regionalismos paletos, a envidias de vecinos y a deseos innobles de venganza, por todas esas virtudes impagables, por ser la más deseadas, es también contra la que el resto del país quiere cargar para conseguirla y poseerla como gran trofeo y mostrar la cabeza de una capital como pocas hay en el mundo para también destruirla, ensuciarla y afearla con políticas de ultraizquierda, como ocurre con Barcelona que no es ni la sombra de lo que fue, destruida, arruinada, con toda la delincuencia yonqui e independentista poblando sus empobrecidas calles.

Vivimos en una sociedad hegeliana, marcada por la rivalidad y la revancha, donde hay enemigos, y a éstos, recuerdo, se les destruye invadiendo sus cuarteles. Pero, ¿para quién se supone que es un enemigo la actual Jefatura del Estado, en forma de Monarquía Parlamentaria? Para la ultraizquierda gobernante, claro. ¿No será, más bien, la ultraizquierda un enemigo para esta España que nos duele que lleva 45 años funcionando como una máquina de precisión con este sistema que tanto les molesta?