Opinión

¡Por fin somos europeos!

Aquí se cena tarde de toda la vida y este es un horario que no han logrado enmendar ni los pronunciamientos militares ni las guerras. Ni siquiera la República, con su vocación modernizadora y europeísta, desterró esta costumbre. En España se podían prender conventos, pero en el momento de la verdad, anarquistas y sacerdotes extendían las servilletas sobre el regazo a la misma hora. Los españoles han heredado la costumbre de despachar el último refrigerio de la jornada cuando en los países protestantes se meten en la cama. Mientras ellos leen la Biblia, hoy en día su equivalente es el tocho de Ken Follett, por estos lares encendemos los fogones de la cocina y pedimos al perolas que nos saque un cochinillo, porque el sueño del español siempre ha sido inocente, pesado, profundo y tremendamente feliz.
Eduardo Mendoza aseguraba el viernes pasado, durante el Premio Planeta y con esa retranca tan suya, que siempre ha cenado bien, que, de hecho, nunca ha tenido problemas para cenar. Había que precisar que ni él ni nadie que pertenezca a este especie que es el Homo Hispanicus. En nuestro país se come, pero sobre todo se cena, con nervios o a pesar de ellos. Es como el aperitivo dominical. Uno puede comulgar o no, pero la caña no se la saltan ni los peores pecadores. La noche española, la juerga que persiguen ahora los jóvenes británicos de Boris Johnson, siempre ha sido la prolongación natural de unas cenas que había que rebajar con esparcimiento nocturno y los digestivos oportunos. Pero este secular rasgo cultural, como la fiesta del Pilar o el día de Santiago Apostol, puede verse ahora alterado por primera vez en su asendereada historia. Varias propuestas ya habían intentado modificar el horario de los españoles para ceñirnos al europeo, más cabal, prudente, mesurado y salutífero, pero también de un nauseabundo pragmatismo. Solo nuestra terquedad celtíbera, y quizá cierta tendencia a explayarnos en la juerga nocharniega, ha impedido esta aculturación. Pero lo que no han logrado los bienintencionados políticos, siempre pensando en nuestro bienestar, por supuesto, y los firmes europeos, lo va conseguir el coronavirus, que proviene de China.
Esto del confinamiento y cierre de restaurantes ha auspiciado una campaña para que los compatriotas se acomoden delante del yantar a las ocho de la noche, un momento que en muchos imaginarios todavía sigue siendo la hora de la merienda. Para evitar el apocalipsis económico aquí se está dispuesto a modificar hábitos de enorme raigambre. Todo sea para que nuestra industria, o sea, la barra del bar, que es más sagrada que La Macarena, salga hacia adelante. Pero, ¿qué será lo próximo? ¿Volvernos europeos? ¿Y alguien ha pensado qué será del español cuando sea indefectiblemente europeo? Pues probablemente aburrirse…