ETA

Ni lucha ni armada

Es evidente que hoy hay interés público oficial por reescribir la historia de ETA, por dejarla a un lado como si no hubiera existido, como si sus víctimas fueran seres abstractos

Recuerdo el escalofrío que me recorrió cuando en noviembre de 1998 el entonces presidente del gobierno de España José María Aznar, se refirió a ETA como el Movimiento de Liberación Nacional Vasco. La estupefacción duró lo mismo que los dos peces de hielo en el güisqui de Sabina. Dos meses antes, ETA había declarado una tregua y el gobierno, presidido por Aznar, había iniciado contactos con la organización terrorista. Evidentemente se le fue la mano de la diplomacia más allá de lo razonablemente sensato. Y dolió, mucho, sobre todo a las víctimas.

Ayer, nueve años después de que el tal Pla –hoy libre, creo– anunciara bajo la capucha de terrorista que se ponían los que no querían llamarse terroristas, que dejaban el terrorismo al que llamaban lucha armada (el terror, como las dictaduras, es muy de suavizar las cosas con nombres falsos), otro presidente de gobierno de España ha edulcorado su alusión a ETA. Peor aún, lo ha hecho en un tuit publicado a modo de homenaje o, al menos, reconocimiento, a un servidor público que acaba de morir de cáncer, el ex director de la Policía y la Guardia Civil, Joan Mesquida. Según el texto del mensaje, «trabajó sin descanso para acabar con el terrorismo de ETA y lograr el fin de su lucha armada». Decir eso por parte de un presidente de gobierno de España es, como poco, imprudente. Hablar de «lucha armada» como sinónimo de «terrorismo» en un texto de recuerdo a quien era precisamente jefe de los cuerpos de Seguridad en aquel momento del anuncio, no sólo revela falta de sensibilidad, sino que evidencia la peligrosa interiorización del discurso renovador del rostro y el rastro del terrorismo etarra. Mesquida se habrá revuelto en su tumba. Como, probablemente, su jefe Rubalcaba.

Terrorismo y lucha armada no son sinónimos, como no lo son bombardeo y disparo, o diálogo y discurso. Navegar en las mismas aguas, crecer en el mismo ecosistema, no otorga identidades comunes. De aceptar automática y acríticamente esa identificación, estaríamos concediendo otra condición a los crímenes de ETA. Estaríamos poniéndonos la mochila del asesino, cediendo condición moral a su acción criminal, masiva e injustificadamente asesina. Endulzaríamos la sangre derramada. ETA no practicó la lucha armada ni uno solo de sus días. Ni siquiera en sus comienzos que algunos quieren revestir de románticos. Como tampoco se enfrentó a una guerra con un sistema o contra un régimen. Mataban de tiro en la nuca, por la espalda o ponían una bomba bajo un coche o en un cuartel, o en unos grandes almacenes arrasando la vida de todo lo que se moviera alrededor. Torturaban hasta la muerte, como hicieron durante el último fin de semana de su vida con Miguel Ángel Blanco. Practicaban el terror en sentido estricto y sin matices, con la intención de arrodillar –según su propia terminología– al Estado Español.

Es evidente que hoy hay interés público oficial por reescribir la historia de ETA, por dejarla a un lado como si no hubiera existido, como si sus víctimas fueran seres abstractos y el terror que impuso a una sociedad hasta hacerla enfermar, una pesadilla del pasado. Pero fue real y su memoria está lejos de desaparecer. Tanto, me temo, como la necesidad que, de momento, tiene de contar con sus herederos políticos, el jefe de gobierno que llama a lo de ETA lucha armada en un tuit de recuerdo a un político íntegro que jamás hubiera aceptado semejante definición.