Constitución

Reivindicad la Constitución de 1978

Sin embargo, el actual gobierno se ha empeñado desde el primer día por abrir heridas, por cerrar puertas a quienes no se identifiquen con su ideario

El 6 de diciembre de 1978 ocupa, por derecho propio, un lugar central en la reciente historia de España. En efecto, ese memorable día se abrió un esperanzador panorama de libertad, de justicia, de igualdad y de pluralismo político que, en cada momento, a todos nos corresponde construir. Al gobierno, a la oposición, a los empresarios, a los trabajadores, a los jóvenes, a las mujeres, a los mayores, a los más frágiles y vulnerables, a todos los españoles compete esta magnífica tarea de edificar nuestra convivencia sobre las bases del respeto, de la tolerancia, de la libertad.

En este sentido, el preámbulo de nuestra Carta Magna expresa solemnemente uno de los principales objetivos de la nación: promover el bien todos los que la integran. Es decir, quienes gobiernan han de buscar el interés general, que es el de todos y cada uno de los ciudadanos. Sin embargo, el actual gobierno se ha empeñado desde el primer día por abrir heridas, por cerrar puertas a quienes no se identifiquen con su ideario, imponiendo una peculiar y determinada manera de entender el mundo y la realidad y excomulgando a quienes, por la razón que sea, no estuvieran dispuestos a transitar por ese carril único que se diseña desde la tecnoestructura.

El derecho a la vida ha quedado a merced del poder, la libertad educativa en manos de la tecnostructura gubernamental, el pluralismo cercenado por el control de la opinión, la libertad de expresión en manos de los nuevos censores y la libertad de prensa determinada por las subvenciones. Cuarenta y dos años después de la Constitución de 1978 sigue estando vigente la aspiración a la libertad, una aspiración que se intenta sofocar desde las instancias oficiales con el objetivo de mantener domesticada, y de qué manera, a la ciudadanía.

Es cierto que el texto constitucional de 1978 es el producto de un ambiente de consenso, de acuerdo, de pacto que reinó entre las fuerzas políticas en aquel tiempo. Pues bien, este hecho, básico para entender el «iter» de la transición a la democracia en España, refleja algo que me parece fundamental. Me refiero a que los partidos políticos que colaboraron generosamente a que la Constitución fuese una gozosa realidad tenían muy claro que los españoles necesitaban una regulación de la vida colectiva que sirviera de camino para que España discurriera hacia el futuro con paso firme en el marco de los derechos humanos y de la promoción de las libertades. El acuerdo constitucional, pues, es la manifestación de pensar en el pueblo español, en todos y cada uno de sus integrantes, superando diferencias, trabajando en un contexto abierto a partir de la aproximación de los diferentes planteamientos.

Hoy, especialmente en un momento en que el poder sigue los dictados del pensamiento único, arrollando todo lo que no se pliegue a sus designios, es menester recordar precisamente los valores que presidieron ese gran monumento a la concordia y al respeto que es la Constitución de 1978. Por una poderosa razón: porque tenemos claro que las instituciones públicas, que son de la ciudadanía, del pueblo soberano, de los ciudadanos, deben seguir comprometiéndose, hoy más que ayer, así como sus dirigentes, a implementar políticas públicas comprometidas en la mejora permanente y progresiva de las condiciones de vida de los ciudadanos. Algo que hoy, a causa de la mala gestión y la negligencia grave en la conducción de los asuntos públicos brilla por su ausencia.

Realmente, no se puede afirmar, salvo que se milite en lo políticamente correcto o conveniente, que la calidad de la democracia esté a la altura de lo que se merecen los españoles. Más bien, el Estado de Derecho se ha ido transformando en un Estado en el que la ley se ha tornado en instrumento de confrontación y en el que el gobierno es una poderosa maquinaria de laminación de quienes no siguen las instrucciones de la cúpula.

En este marco, esperamos que el poder judicial cumpla con su función y, con independencia y autonomía, resuelva las cada vez más numerosas controversias y disputas en materia de libertades por los derroteros del Estado de Derecho.

La causa de que las cosas hayan llegado a este punto reside principalmente en que se ha olvidado, deliberadamente, la gran aportación de la Constitución de 1978: el espíritu de pacto, de acuerdo, de diálogo, de búsqueda de soluciones a los problemas reales de la gente, que aparece cuando de verdad se piensa en los problemas de los ciudadanos, cuando detrás de las decisiones que hayan de adoptarse aparecen las necesidades, los anhelos y las aspiraciones legítimas de los ciudadanos. Por eso, cuando las personas son la referencia para la solución de los problemas, entonces se dan las condiciones que hicieron posible la Constitución de 1978: la mentalidad dialogante, la atención al contexto, el pensamiento compatible y reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia y la capacidad de conciliar y de escuchar a los demás.

Hoy, con un presidente que utiliza la Constitución en clave partidaria, en función de sus necesidades electorales, es menester que la sociedad española demuestre su fuerza, su coraje y su temple cívico y reivindique, desde la rebeldía cívica, aquellos valores desde los que se puedo apuntalar un sistema democrático como el que tenemos: libertad, igualdad y pluralismo. Mañana quizás ya sea demasiado tarde.

Jaime Rodríguez-Arana es Catedrático de Derecho Administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado.