Lotería de Navidad
Lo que significa la lotería
Hay una estadística irreversible que delata por dónde va el pulso de mañana: cuanto más cree un país en la fortuna y sus bingos, más pobre es.
El otro día me sorprenden con un décimo de lotería, que es el mejor regalo que se puede hacer estas Navidades. Cuando todo falla lo que nos queda es la apuesta última del azar. Se acude a la suerte, como antes se acudía al Cristo milagrero, para resolver las apreturas ordinarias y salir a flote de los pagos atosigantes que nos llegan cada mes para zarandearnos el orden de la cuenta bancaria: el recibo de la luz, la letra del piso, el seguro de lo que sea, lo del agua o cumplir con la lista de la compra sin apearte de unos mínimos y no tener que mentir a tu hijo sobre el turrón que falta o la caja de polvorones que no se han traído. En este país de ERTES y de ERES, de más políticos que políticas y más ideologías que leyes, lo que nos queda es creer a pie juntillas en que la caprichosa y enigmática balanza del destino te favorezca con un golpe de ventura para poder salir hacia adelante con cierta nobleza y sin empeñar los oros de la honradez.
Hay una estadística irreversible que delata por dónde va el pulso de mañana: cuanto más cree un país en la fortuna y sus bingos, más pobre es. Es una trigonometría sin error posible y una norma que deberían actualizar y tener presente los organismos internacionales para contornear por qué esquinas del mundo avanzan las carestías. El rico compra el boleto del Niño no por falta de recursos o apreturas artificiales, o sea, cambiar el BMW por el nuevo modelo de Mercedes, sino porque le mola el juego, ver aumentar los milloncejos por la táctica de tentar al sino, que si toca, da para hacer muchas chanzas con los amigotes alrededor de un botellón de champagne y reírse de los extraños palos que baraja el hado. Para los que van enjaezados de deudas o renqueantes de débito se entregan al albur de las cartas o las quinielas con la esperanza de acceder, no a una vida de multimillonario, al yate de Ibiza o el chaletazo del Viso, sino para esquivar las perentoriedades de turno que amenazan con dejarle a uno arrumbado en cualquier orilla, destronado de piso y con la parentela en la acera.
Nuestro país encara ahora la lotería, pero no con el optimismo y la alegría del rico, sino con la pesadumbre y el deseo de los que miran temerosos las crisis que se van sorteando por ahí. Esto del bombo más que aliviar la vida en alguno de sus puntos, que es lo que debería ser, para muchos, quizá demasiados si se hiciera la cuenta exacta, es una oportunidad más para encarar con cierto optimismo la línea que se distingue en el horizonte. La suerte es divertida cuando uno va sobrado de fichas y no importa las cartas que tocan. Y es una radiografía sonrojante de una sociedad cuando es muleta y balsa de tantos. Lo que significa que un país naufraga. O mejor dicho, sus políticas.
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