Opinión

Las navidades más tristes de las peladillas

Ahora que la Navidad ha quedado reducida a seis personas, la dimensión exacta de cualquier comando ilegal, resulta que aquellos que despotricaban de sus reuniones se sienten defraudados.

Solo existe algo mejor que tener razón: la posibilidad de llevar la contraria, aunque eso suponga contradecirse o, incluso, ir contra los propios principios. Pero, ¿qué significa eso con el placer de ponerse a la contra? Comprenderán que absolutamente nada. No existe mayor enigma que los amores encontrados de la familia. Y aquí es donde fondea lo mejor de ese otro misterio comúnmente conocido como «ser humano». Ahora que la Navidad ha quedado reducida a seis personas, la dimensión exacta de cualquier comando ilegal, resulta que aquellos que despotricaban de sus reuniones se sienten defraudados. Una ola de indignación los recorre en su fuero interno. Se les puede escuchar airados en el ascensor: «¿Que este año no voy a poder pelearme con mi suegro? ¿Y eso por qué? ¿porque ahora lo digan los comunistas? ¿Y qué sabrán ellos de la familia?». O, también, «a mí ningún filósofo de tres al cuarto me va a indicar si puedo cenar o no con el soplagaitas de mi yerno?». O, mucho mejor, «mis sobrinos son unos verdaderos cernícalos, pero son mis cernícalos y los veo cuando me salga de la bisectriz».

Larra, aquel moderno de chaleco, ya nos prevenía en un artículo sobre los riesgos que conllevan «los convites caseros y los días de días», y, por lo que se lee, aún no se ha escrito un artículo más vigente y actual que su «Castellano viejo». Cada Nochebuena se repite el mismo ritual de quejas y lamentos, que por qué cenamos en casa de tu hermano y no en la nuestra; que por qué se invita a tu tío de Gerona cuando todos sabemos que ese bellaco es del Madrid; que por qué siempre me toca darle conversación a tu abuela sorda cuando tú eres su nieta; que por qué tu madre es tan esnob y tan francesa de servir el champán antes de la cena cuando en este país, que ante todo es un país como Dios manda, siempre se ha servido con las campanadas; o ese otro clásico de «por supuesto que le caigo mal a tu padre, ¿por qué si no iba a poner cigalas cuando sabe que me dan alergia..?».

Ha tenido que sobrevenir la pandemia, y que las reuniones estén limitadas, para que más de uno haya descubierto lo terapéutico que es mandar al cuerno al marido de tu hermana o a la suegra que te critica el coche amparándose en que no sabía que era el tuyo (o sí, claro). Por no mencionar ese recordatorio anual de: «¿y por qué sigues sin novia con lo majo que eres». O su variante más frecuente: «¿Pero no tenéis hijos aún? ¿Y eso por qué?» (nótese el retintín). O enfrentarse a ese otro belén navideño que son las bandejas de mazapanes y polvorones, y verse en la tesitura de probar, sin rechistar, esa infamia bautizada como «turrón de coco». Por supuesto tampoco habrá nadie preguntando qué es lo de ese plato, refiriéndose a las peladillas, ese dulce al que nadie hace ni caso desde la década de los cincuenta y que este año, al no haber nadie reparando en ellas, tendrán, sin duda, sus navidades más tristes.