Rey

Fuera el Rey

El Rey no está a favor ni en contra de los indultos. Está en y con la Constitución y simboliza al Estado democrático

Con los indultos a los independentistas catalanes sucede como con los viajes: su valor está en el destino final. Si se quiere, en su utilidad práctica. A Marcos, que fue dirigente sindical, le pasa algo parecido con la Corona. El principio democrático invita a exigir y sostener una jefatura del Estado elegible y responsable, o sea un presidente de república, más que un rey. Pero si esa indiscutible cualidad democrática se enfrenta a la realidad presente y las condiciones políticas futuras de España, parece evidente que la apuesta más razonable y eficaz es por una Monarquía como la actual que es Constitucional, representativa y sometida al refrendo del Gobierno; una Jefatura de Estado que tiene y ejerce la obligación de ajustarse estrictamente a su papel simbólico y de representación internacional y deja a los poderes democráticos del Estado de Derecho desarrollar su función y responsabilidades. Precisamente ese papel, y su sometimiento a los refrendos de los políticos sin margen legal para cuestionarlos, es lo que justifica su inviolabilidad: no puede ser responsable de lo que él no decide ni puede rechazar.

El imaginario independentista, cortapegado de la ilusión de cierta izquierda que no gana el norte ni aunque gobierne, prefiere dibujar un Rey desafiante y tiránico que encabeza un régimen justito democráticamente y ofuscado en recortar derechos a los pueblos periféricos oprimidos, sobre todo el catalán. Ellos, tan disciplinados en su sometimiento a lo que digan las urnas, olvidan –interés obliga– que la Monarquía Parlamentaria es fruto de un referéndum celebrado en 1978, en el que el 87 por ciento de los votos fue favorable a la Constitución que fijó el sistema político en España. Una Constitución que fue aprobada por más del 90 por ciento de los votantes en Cataluña y que el independentismo quiere ahora modificar pero escuchando sólo la opinión de los catalanes de hoy. O sea, piensa Marco, un referéndum de unos pocos, para romper con lo que aprobaron casi todos los españoles. Es el peculiar concepto de sufragio democrático del independentismo.

En esa vocación de afrenta inventada han convertido la figura del Rey Felipe VI en algo más que un símbolo del Estado supuestamente opresor: es el enemigo a batir. Entre otras cosas porque el día 3 de octubre de 2017 emitió un mensaje publico en defensa de la Constitución. Y ahí consideraron que había entrado en el juego político, pese a que entre sus obligaciones legales está guardar y hacer guardar la Constitución. Marco está convencido de que esa fue la tarea en la que se aplicó con el discurso de aquella noche. Refrendado, por cierto, por el gobierno de Rajoy y, al parecer, consultado también con el entonces líder de la oposición, Pedro Sánchez. No hubo injerencia política, solo rigor en su función constitucional.

Pero aún hoy el independentismo y parte de esa izquierda republicana y desnortada que gobierna se apropian de aquello como argumento para afrentar a Felipe VI más allá del Estado Español al que representa legal e institucionalmente.

Esta semana hace siete años de su proclamación y aunque la institución monárquica ha pasado por tiempos mejores y gozado de afectos más amplios entre la población, las encuestas que se han publicado otorgan a Felipe VI un notable alto en la valoración ciudadana. Sobrevuela por su eficacia y papel público, por encima de la caída de imagen de la Monarquía en la que parecen empeñados tanto esa izquierda y el aliado independentista como el propio padre del Rey cuya ambición parecía tener horizontes borrosos al margen de la Institución.

Para Marco, todo esto obliga a ser exquisitamente cuidadoso con la Monarquía. Ya tiene enemigos correosos e incansables suficientes como para que el fuego amigo lo vuelva a poner al descubierto.

No cree en la eficacia de los indultos, como muchos españoles que estiman muy alto el precio a pagar por eso que de manera tan frívola y fatua llama el gobierno el «reencuentro» con Cataluña. Pero cabe la posibilidad, piensa a veces, de que se equivoque, y el gesto, carísimo, se repite, pueda servir para buscar una nueva «normalidad»; que el fin del viaje pudiera acaso merecer la pena.

Está, en cambio, seguro de que mentar al Rey aunque sea para defenderlo, o hacer ver que se defiende su figura mientras se la lanza contra el adversario, es un error gravísimo. Felipe VI no puede objetar, ni objetará. Su acción está sometida al poder democrático. Y esa es su grandeza y al tiempo su salvaguarda. Si lo situamos en un lado de la disputa estaremos operando sobre la Monarquía con la misma estrategia que quienes la cuestionan y dando armas a su argumentación mentirosa del Rey democráticamente imperfecto.

El Rey no está a favor ni en contra de los indultos. Está en y con la Constitución y simboliza al Estado democrático que se rige por leyes democráticas y se gestiona desde poderes públicos que responden al mismo esquema.

No tocarlo, es contribuir al presente y el futuro de la Institución. Mentarlo, desabrigar el flanco más poderoso de nuestro sistema político.