Cultura

Verónica, por qué

Ha sido la persona que, en toda mi carrera, más luz ha aportado

Tres metros es el tiempo que se tiene en radio para juzgar si el entrevistado es propicio, si viene del humor adecuado para según qué preguntas. Es un lapso delicado, si te equivocas pueden saltar chispas. Tres metros es la distancia entre la puerta del estudio y la mesa. En ese leve recorrido se percibe si el visitante va erguido o abrumado, si coloca delicadamente el asiento o lo empuja, si mira o no a los ojos, si sonríe o se atrinchera. Hay personas a cuyo paso la atmósfera se entenebrece. Y otras que tienen el poder de iluminar por completo el estudio. Verónica Forqué ha sido la persona que, en toda mi carrera, más luz ha aportado. Con ella el aire se llenó de dulzura y bien. No me pregunten por qué. No era sólo su voz de niña o sus ojos como faros, tampoco su cordialidad, era algo intrínseco a su persona. Algo que empezó en su nacimiento, pero que había cultivado cuidadosamente, entre otras cosas, con una profunda espiritualidad.

Había en Verónica Forqué un amor muy grande a la verdad, que en cierto modo se nos ha pegado a todos hasta en la franqueza con la que hemos reconocido que se ha suicidado. Ella hacía eso, llamaba pan, al pan y vino, al vino. Cuando falleció la hermana de Doña Letizia, ese dato se ocultó, por ejemplo. Y hay que ver las vueltas y revueltas que dimos en el caso de la inolvidable Blanca Fernández Ochoa. No porque las familias fuesen hipócritas, sino porque la enfermedad mental tiene un intolerable estigma social. Con Verónica ese tabú se ha levantado. Por su absoluta y proverbial sinceridad y, quizá, porque su preciosa personalidad hace más absurda su muerte.

Estos días he repasado su vida, como todos, y no he encontrado nada que no arrostren tantos seres humanos. La muerte de su hermano, hace siete años; la de la madre mayor, más recientemente. La llegada de la vejez en un mujer muy juvenil. Sólo se me ocurre que Verónica no calculó la presión de Master Chef, el cansancio, que puede ser letal para un depresivo. Quizá tampoco que la marihuana –que no tenía reparo en comentar que consumía– es un grave depresor del sistema nervioso central. Paradójicamente, sin embargo, su belleza estaba relacionada también con la larga enfermedad, con la experiencia de padecer y luchar, de empatizar con los que sufren. Era compasiva y realmente tolerante. A Rosa Villacastín le dijo Verónica lo mismo que afirmó en Cope: «Claro que hay vida después de la muerte, de otra manera no se entiende la perfección del universo». Fue estupendo conocerte. Gracias, luz.