Opinión

Andrés, un príncipe sin honor

La transparencia es siempre la mejor solución para gestionar una institución, que goza de buena salud en las democracias

Isabel II tomó la dolorosa decisión de apartar a su hijo predilecto, el príncipe Andrés, de sus rangos militares y patronazgos. A la condición de vicealmirante honorario unía otros nombramientos de este mismo carácter, en un estilo muy británico, que afortunadamente, vista la experiencia, no existen en nuestro país. En el Reino Unido era coronel de la Grenadier Guards, los Royal Lancers, el Royal Irish Regiment, la Small Arms School Corps, el Yorkshire Regiment y el Royal Highland Fusiliers; comodoro de la Royal Air Force Lossiemouth y de la Fleet Air Arm, así como almirante del Sea Cadet Corps. En Nueva Zelanda era coronel en jefe del Royal New Zealand Army Logistic Regiment, mientras que en Canadá lo era del Queen’s York Rangers, el Royal Hinghland Fusiliers of Canada y el Princess Louise Fusiliers. A esto unía un conjunto de condecoraciones entre las que se encuentra una muy divertida por su «largo servicio y buena conducta». La más destacada es la de caballero de la Orden de la Jarretera. Por supuesto, no tenía ningún mérito relevante para asumir estos rangos o condecoraciones salvo la condición de hijo de Isabel II.

Una de las consecuencias del Comunicado Real será que no podrá usar el título de Alteza Real. Los papeles que asumía se distribuirán entre otros miembros de la Familia Real a partir de lo que decida la Reina. Hay que reconocer que no es ninguna gran pérdida y los oficiales y soldados de estos regimientos podrán respirar tranquilos perdiendo de vista a semejante patán. No es bueno tener a un príncipe sin honor en organizaciones benéficas. Lo sucedido permite reflexionar sobre la posición de los miembros de una Familia Real y la actividad que deben desempeñar. Nacidos en una situación de privilegio y acostumbrados a una vida ociosa, con la excepción del titular de la Corona y su consorte así como el heredero o heredera, resulta evidente que la salida más juiciosa es exigirles una ejemplaridad sin mácula y apartarlos de cualquier tentación económica o social. La otra opción, la más sensata, es que sean ciudadanos corrientes. La transparencia es siempre la mejor solución para gestionar una institución singular, que goza de buena salud en las democracias a pesar de los escándalos.