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Todos funcionarios

Uno de los problemas, como siempre, está en quién va a pagar esta funcionarización general de la sociedad y el nivel de vida

La autonomía es la virtud más preciada por las sociedades modernas. Responde a la convicción de que no debe haber ninguna autoridad superior al sujeto, ninguna instancia que le dicte su comportamiento y sus decisiones. En tiempos pretéritos, muy remotos ya, esa autonomía iba relacionada con la capacidad del «ente decidiente», digámoslo así, para guiarse por criterios racionales. No todo el mundo los alcanzaba, pero postular algo parecido equivaldría hoy en día a reconocer un privilegio: así que la autonomía es ya total y se funda en la libertad soberana del sujeto. El autogobierno ha dejado de ser un ideal, exigente y difícil, para convertirse en un a priori. Cualquier límite a nuestra autonomía, incluso teórico, resulta intolerable.

Una vez instalado este postulado autonómico en la realidad moral, cultural y política de nuestras sociedades, resulta extraordinariamente difícil de discutir. No por eso ha conseguido la unanimidad y muchos –cada vez más– se interrogan acerca de su realidad y, más aún, de la validez de sus efectos. Efectivamente, la sociedad del sujeto plenamente autónomo ofrece grandes ventajas, pero también trae aparejados algunos desafíos, en particular aquellos derivados de la pregunta acerca de la capacidad del ser humano para gestionar esa autonomía que se pretende total y le promete una completa felicidad.

Curiosamente, y como si anticiparan esa crítica, algunos de aquellos que ponen el grito en el cielo cuando se abre paso algún interrogante, por tímido que sea, sobre el valor de esa nueva realidad autonómica, son los mismos que no dudan en obstaculizar ese mismo proyecto cuando no responde a sus criterios. Es la paradoja post-post moderna, aplicada en este caso a la capacidad de autogobierno: digna de aplauso, efectivamente, siempre que no se salga del marco establecido que, a su vez, es el que respalda esa misma autonomía.

Un ejemplo extraordinario de esta realidad política es el ataque que el gobierno social comunista de Sánchez, acérrimo partidario de la autonomía y la autodeterminación en todos los ámbitos de la vida, se dispone a lanzar contra aquellas personas cuyo régimen laboral es, precisamente, el de autónomos. So pretexto –perfectamente falaz– de equiparar condiciones y contribuciones con los empleados por cuenta ajena, el sanchismo prevé un nuevo cálculo de cotizaciones que desanimará a cualquiera de asumir los riesgos, las incertidumbres y los inconvenientes de la condición de autónomo, que es la de empresario de sí mismo. Un ser humano independiente por voluntad propia y que confía en sus fuerzas y su visión tanto como para anteponer su voluntad y su creatividad a las muchas desventajas que habrá de asumir, por ejemplo en cuanto a vacaciones o situaciones de enfermedad.

En otras palabras, se castiga a los autónomos por estar dispuestos a asumir las responsabilidades propias de su condición. Sólo resulta aceptable aquella «autonomía» desligada de cualquier responsabilidad. El ideal que aparece así es una sociedad dependiente, en la que unos seres (¿humanos?) presuntamente autónomos lo son porque se les garantiza que sus decisiones y sus actos no tendrán nunca consecuencia alguna. La felicidad se da por supuesta. Uno de los problemas, como siempre, está en quién va a pagar esta funcionarización general de la sociedad y el nivel de vida –del Falcon y las mariscadas para arriba, ni que decir tiene– de aquellos que la preconizan.