Opinión

El sentido cristiano de la Historia

Los filósofos y pensadores clásicos se preguntaban si la Historia tenía algún sentido, si respondía a algún fin y cuál sería éste. La conocida como «Teología de la Historia» es una disciplina a caballo entre la Filosofía, la Teología y la propia Historia que intenta dar respuesta a esta inquietud explicando su «sentido cristiano» por analogía con el de nuestra propia existencia.

San Agustín fue quien sentó sus bases en su monumental obra «La ciudad de Dios», en un momento crítico para el cristianismo coincidiendo con la caída de Roma en el siglo V. En apenas un siglo, los cristianos habían pasado de las persecuciones terribles de Diocleciano a comienzos del siglo IV, a la libertad religiosa escasos años después mediante el Edicto de Milán de Constantino para, finalmente, ver convertido al cristianismo como religión oficial del Imperio con el emperador hispano Teodosio. Cuando años después Alarico conquista y saquea Roma, sus ciudadanos consideraron que esa decadencia había sido un castigo de sus dioses por haberlos abandonado.

En esa excepcional y trascendental coyuntura para la vida cristiana emerge la gigantesca figura del obispo de Hipona que, con la cosmovisión de las dos ciudades –la de Dios y la terrenal, con Jesucristo y Satanás como reyes de las mismas, respectivamente–, simboliza la eterna lucha entre el bien y el mal que explica el sentido cristiano de la Historia desde el mismo comienzo de la creación.

Ya Einstein demostró que el tiempo y el espacio no son magnitudes absolutas, sino que dependen del observador. Así se comprende mejor que Dios está fuera del tiempo –está en un «eterno presente»– y que las categorías humanas del pasado y el futuro, del azar, la casualidad, el destino y otra muchas, no existen en los designios inescrutables de Su Providencia. Nada hay ajeno a Él y nada sucede que escape a Su conocimiento y permisión. «Tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza, de los que no se cae ni uno sin que Él lo permita».

De la misma forma, con ocasión del atentado padecido por Juan Pablo II el 13 mayo de 1981, el Santo Padre afirmará que «no hay meras coincidencias en los designios de la Providencia». Después hará la consagración de Rusia tratando de cumplir el mensaje que en Fátima se pedía, y caerá el Muro de Berlín y desaparecerá la URSS sin violencia alguna entre el Pacto de Varsovia y la OTAN. Nadie en el mundo había osado aventurar que algo así pudiera suceder. Los actuales acontecimientos invitan a reflexionar sobre estas cuestiones.