Vladímir Putin

Cien días

Putin puede colorear el país invadido y seguir practicando el juego cruel de la devastación como estrategia de conquista, pero no ha logrado doblegar al gobierno ucraniano ni a su ejército

Cien días ya de guerra en Ucrania. Casilda lee en algún sitio que es la guerra más documentada de la historia. Y lo comparte. Está todos los días en la tele y en las radios, y se fotografía y comenta como ninguna, y los testimonios y sus horrores llenan todos los contenedores de imágenes y sonido en las redes sociales. Está presente. También en su corazón, porque le duele. Conoce una chica ucraniana que trabaja en casa de unos amigos y que vive en un permanente estado de ansiedad esperando siempre noticias de su familia o de sus conocidos. Teme que su hermano haya muerto, porque lo último que supo de él es que estaba en el frente. La mujer lo vive como algo propio y su sufrimiento es por lo perdido en su familia, en su casa, entre su gente, en su país. Para Casilda la guerra omnipresente es una fuente de desasosiego y a veces angustia personal. Está muy cerca, y sus consecuencias las estamos viviendo ya todos. Somos, y vamos a seguir siendo un poco más pobres.

Con el paso de los días se desdibujan hasta oscurecerse las razones de esta guerra. Hasta ahora, lo único que ha conseguido quien ordenó comenzarla es fortalecer la unidad del supuesto enemigo, ese Occidente al que quiere arrebatar la supremacía, arrasar un país casi al completo, y provocar una crisis económica en el suyo del que tardará décadas –generaciones, como dicen ahora los que miden estas cosas– en salir. Con un añadido del que el mundo parece haberse dado cuenta demasiado tarde: la hambruna que provoca la escasez que va a desencadenar o está desencadenando ya, en gran parte del mundo. Del mundo pobre, claro, el que siempre paga las consecuencias de la acción devastadora de la otra parte: con las colonizaciones de territorios luego devastados, –África y el robo de los invasores en un continente diezmado por el negocio esclavista es un buen ejemplo– la rapiña de sus materias primas por las potencias coloniales, la deforestación brutal o las condiciones para un cambio climático que siempre se vuelven en contra de ellos. Ahora toca prepararse para la escasez de grano provocada por la guerra y por la utilización del sátrapa Putin del almacenado como arma para suavizar los efectos de las sanciones de Occidente.

Casilda vuelve a contemplar en la tele el mapa de la Ucrania ocupada. Se puede ver perfectamente cómo la parte oriental y sur oriental está ya en manos de los rusos, que cierran prácticamente el paso de Ucrania al mar negro. Pero los colores no ilustran una demarcación definitiva, porque sigue la guerra, siguen los combates, y en muchos de los lugares conquistados se mantiene una insurgencia que no sólo impide avances sino que desgasta constantemente al invasor.

Putin puede colorear el país invadido y seguir practicando el juego cruel de la devastación como estrategia de conquista, pero no ha logrado doblegar al gobierno ucraniano ni a su ejército y sí cimentar una disciplinada unidad inexistente hasta ahora entre los aliados de la OTAN y la Unión Europea y abrir el abanico de adversarios en territorios donde antes se practicaba una orgullosa neutralidad. No cree Casilda que el hecho de que hayan pedido Suecia y Finlandia su ingreso en la OTAN sea un logro histórico de Putin para su ambición; más bien al contrario. El fracaso de lo que probablemente le habrían vendido sus generalotes como una operación rápida que permitiría asentar en la vecina Ucrania –vecina de Rusia, pero también de la OTAN y la Unión Europea– un régimen como el bielorruso, entregado a la causa putinesca con la criminal lealtad que ésta exige, y que sería además el primer paso para revocar el orden y mundial y la supremacía de Occidente, no ha conseguido hasta el momento más que armar moralmente a un país devastado y reforzar las posiciones que pretendía minar, o sea, dificultar aún más ese objetivo de reequilibrar el mundo por la vía de tocar la palanca adecuada en el momento justo. Hoy Putin es un apestado internacional.

Le gustaría a Casilda verle en un banquillo como se está viendo a algunos de los soldados que ha enviado allí a esa guerra fallida y criminal. Pero no es tan ingenua como para pensar que el control que tiene de su propio país, sometido casi con las mismas reglas de represión que el régimen soviético del que surgió y aprendió a hacer política, cederá algún día y abrirá la puerta a un sistema distinto. Rusia es una potencia mundial precisamente por mantener un férreo control político. Como China. Comparten su liberalismo económico extremo con una extrema limitación de libertades individuales en un singular equilibrio que probablemente no previeron los teóricos pasados y presentes de la ciencia política.

Pero eso se le escapa a Casilda, que no estudió carrera y se asoma al mundo con el único bagaje de su curiosidad personal por lo que pasa y le afecta, que es casi todo.

Vuelve a ver imágenes de la guerra, de la Ucrania devastada y rota cien días después de la invasión. Una mujer anciana llora en la tele preguntándose y preguntando con dramática desesperación por qué les ha tenido que pasar todo esto.