Política
Mónica Oltra en algo como de Houellebecq
Oltra escucha a Oltra diciéndole que los cargos públicos imputados deben irse. Mónica le dice que no, que se queda para defender la democracia del fascismo. ¿No es admirable?
En la rueda de prensa en la que no dimite, Mónica Oltra se aparece haciendo muecas y mohínes. Parece quejarse por dentro de tener que estar allí dando explicaciones. «Bah –se dice–, otra pregunta sobre el mismo tema». Parece entre exasperada y ausente. ¿A quién me está recordando? Eso es: Oltra está en algo como de Michel Houellebec. Quedo fascinado ante la aparición de la última maldita. Lo digo en voz alta mientras asisto a la rueda de prensa desde casa.
Me miran raro los perros con una extrañeza ingenua, como si no me hubieran visto nunca, un poco como miran a los moscardones. En el poemario «La poursuite du bonnheur» («La búsqueda de la felicidad»), Houellebecq utiliza una voz poética fuera del tiempo en el que vive, y se muestra como alguien rodeado de vacío, desprovisto de cualquier tipo de anclaje o asidero, ajeno a la humanidad que observa: «Toda esa gente debe de conocerse –escribe–. Emiten sonidos articulados. Me gustaría pertenecer a su especie». Y concluye: «Vivo muy fuera de las normas». En «Tren de Crécy-la-Chapelle», Houellebecq confiesa que le gustaría mucho «tener un contemporáneo» y se acuerda de las adolescentes que no amó. «Los sábados a mediodía, al volver del instituto, las veía moverse y me parecían bellas». En su última novela recién publicada que lleva por título «Aniquilación», el escritor retrata una Francia de 2027 en la que la izquierda se ha convertido en residual.
Ando meditando sobre estos asuntos un poco más de lo normal. Macarena, la mayor, me ha mirado en el supermercado frente a las patatas fritas y me ha preguntado que en qué estaba pensando. De pronto, las niñas se han vuelto clarividentes. Paloma, que tiene cinco años, le ha comentado a su madre: «No sé si sé quién soy yo como persona».
La amistad con uno mismo es la que más hay que cuidar en la vida. Lo de Oltra, que podría entenderse como una escena más del bandolerismo político español, en realidad es una historia con un poso triste como de mercurio. La que persigue a Mónica no es un tribunal: es la propia Mónica que le pide que de una vez dimita. A la caída de la noche, Oltra escucha a Oltra diciéndole que los cargos públicos imputados deben irse; ya sabes, los viejos demonios. Mónica, prófuga de sí misma le dice que no, que ahora es distinto y que se queda para defender la democracia del fascismo. ¿No es admirable?
A esta edad ya he aprendido que las primeras promesas que hay que cumplir son las que se hacen a uno mismo. El pasado siempre da más sorpresas que el mañana. Todo ese silencio en el Ministerio de Igualdad… Me estoy acordando de aquel 15M, la primavera de Madrid. Yo mismo iba a los sitios en bici. Recuerdo en Sol las manos al aire, talleres de reiki, tiendas de campaña, la turra de las batucadas y el amor transversal. Unos chinos pequeños y discretos andaban entre la gente vendían las latas de cerveza heladas que sacaban de un carrito de la compra. Y después, las noches de gasolina y de fuego. La pedrada en el tobillo dolió más que las mujeres que me abandonaron. Y aquella… no sé qué era, aquella fiesta. Ligaban más que en Cuba. Dime a dónde fue toda aquella ética, todo aquel nuevo imperio de exigencias, de listones contra el machismo y de no vivir en chalets de 600.000 euros que con el tiempo –no tanto tiempo– terminaron aplicando a todos menos a ellos. La nueva política, qué vieja se ha hecho.
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