Islamismo

¡Hay que vivir!

«Rushdie ha ejercido la verdadera fortaleza para sobreponerse a los enemigos de la libertad»

«Joseph Anton» es y no es el relato de una condena a muerte. Lo es, claro, porque Salman Rushdie plasmó en sus memorias la crudeza de la clandestinidad y la huida permanente de sus verdugos, tan inconcretos como ciertos. No lo es, sin embargo, porque el escritor británico convirtió esos rastros cotidianos en un elogio a la firmeza frente a la sinrazón y a la literatura como escudo vital, y lo hizo ya desde el título apelando a esa identidad ficticia con la que se ocultaba y que surgió al combinar el nombre de Conrad y Chejov, sus dos autores de referencia. Las quince puñaladas que recibió la semana pasada en Nueva York condensan todo el odio lanzado en 1989 por la fetua de Jomeini y reavivan, como vergonzantes herederas, aquel fanatismo, irracional y violento, que obligó a la sociedad entonces (exactamente igual que ahora) a posicionarse sin ambages para esquivar los riesgos del relativismo. En tiempos de batallas culturales, de recreaciones que aspiran a enmendar hechos, hay silencios que resuenan como complicidades y argumentos rocambolescos que llegan a sonrojar. Los que justifican lo injustificable. O los que buscan falsos equilibrios y equidistancias entre ideas y principios (y no, por mucho que se insista el derecho a sentirse ofendido no existe).

El ataque, mucho más allá de la agresión a un hombre, se consolida como perfecto test de estrés de las convicciones occidentales y refuerza la exigencia de afianzar el valor supremo de las libertades de expresión y creación. Que de obvio pareciera naif. Pero la intolerancia, como serpiente que muda la piel y que cruza siglos y traspasa fronteras, nos obliga a recordarlo. Roberto Saviano y los supervivientes de Charlie Hebdo la conocen bien: un magma asfixiante que presiona, coacciona, atemoriza. Frente a esas dictaduras, hay quienes se elevan y condicionan su realidad, sus días, sus afanes y sus afectos, en aras de un intangible con el que sostener nuestra civilización y sus conquistas. Rushdie lo ha hecho. En los últimos 33 años ha actuado a modo de muro de contención de la radicalidad frente a chantajes infames y ha ejercido, además, la única y verdadera fortaleza para sobreponerse a los enemigos de la libertad: vivir. Como si fuera un homenaje a su admirado Chejov.