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Pedro Sánchez

El azaroso final de Pedro Sánchez

No entra en su forma de ser la resignación, ni es consciente de sus limitaciones. No le entra en la cabeza que el pueblo le dé la espalda y que no pueda salir a la calle sin ser abucheado

Hay temor a que Pedro Sánchez, un político muy ambicioso y resistente, no se resigne de buen grado a dejar el poder. Parece convencido de que su caída, cada vez más pregonada y verosímil, se debe a oscuras maniobras de fuerzas poderosas. Cree que éstas tienen sus guaridas en el mundo del dinero, en los despachos de la Justicia y en el planeta de la prensa, perfectamente conectadas entre sí. Y no se olvida, el aún habitante de La Moncloa, del poder eclesiástico, que permanece silencioso y cohibido, al que trata de controlar con amenazas y visitas al Papa Francisco. De momento ha decidido bajar los humos a la Banca y las Eléctricas con un impuesto especial, «impuestazo» lo llaman; tomar al asalto, como sea y cueste lo que cueste, el Poder Judicial, echando la culpa de ello, y de todo, a Feijóo y al Partido Popular, con Bolaños de instigador; y, lo más importante, sacar una ley de Secretos Oficiales que retrotrae a la censura franquista. Como si advirtiera: ¡Banqueros, jueces y periodistas, os vais a enterar!

Pero lo que se teme es que con Sánchez no quede ahí la cosa. Observando su trayectoria errática, sus constantes contradicciones y desmentidos, su alto concepto de sí mismo y su falta de fiabilidad ética, es capaz de llevar a cabo una política de tierra quemada en la última etapa de su azaroso mandato. O acaso esté dispuesto a dar en el último momento un gran golpe de efecto, que altere las perspectivas electorales. Todo, menos la humilde y democrática aceptación de la voluntad popular. No es probable que todo lo fíe a la gigantesca operación de propaganda, con actos en toda España, que ya están preparando en La Moncloa, con Bolaños de mamporrero mayor, para celebrar a bombo y platillo electorales la presidencia europea.

No entra en su forma de ser la resignación, ni es consciente de sus limitaciones. No le entra en la cabeza que el pueblo le dé la espalda y que no pueda salir a la calle sin ser abucheado. Algo tiene que hacer para darle la vuelta a esto. Por lo pronto, decide amenazar al poder económico, controlar la Justicia y amordazar a los medios de comunicación. A la vez moviliza al Gobierno y al partido contra el jefe de la oposición. No son actuaciones tranquilizadoras y deberían preocupar en los altos despachos de Bruselas. Estos hechos ponen en peligro la democracia liberal, la forma política que rige en la Unión Europa, y que, según Ortega, representa «la más alta voluntad de convivencia».

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