Guerra en Ucrania

Seis meses de guerra y desconcierto

Los dirigentes europeos están particularmente mal pertrechados para pedir sacrificios

Seis meses después del inicio de la invasión de Ucrania, hemos entrado en una nueva etapa. Su apertura, posiblemente, quedará relacionada con el asesinato de Daria Duguina, la hija del ultranacionalista Alexander Duguin, apenas conocido en España aunque haya frecuentado por aquí círculos de extrema derecha. Las circunstancias que rodean el atentado resultan tan enrevesadas como los motivos que llevan a asumir propuestas antioccidentales, como las de Duguin, a aquellos que dicen ser defensores a ultranza de Occidente. Eso no disminuye el carácter simbólico del hecho. Nada es sencillo en ningún sitio. En Rusia, menos aún.

Tampoco es sencillo decidir y argumentar cuál debe ser la propia posición ante la invasión de Ucrania. Los líderes occidentales, empezando por Macron y acabando con nuestra ministra de Defensa, nos avisan de que nos espera un invierno penoso, que exigirá serios sacrificios, término desterrado hasta hace poco tiempo –gracias a Dios– del debate político en la Unión Europea. El motivo es bien conocido. Putin ha fracasado estrepitosamente en su invasión rápida de Ucrania, como por cierto le reprochan desde el interior algunos nacionalistas rusos. Y aunque ha conseguido hacerse con el veinte por ciento del territorio, no ha logrado una victoria clara y ni siquiera ha estabilizado la situación. Tampoco los ucranianos, pese al apoyo occidental, han logrado ni van a lograr una victoria definitiva. Se trata por tanto de una guerra sucia, de desgaste, que se juega tanto en el frente –aunque en este tipo de conflictos los frentes son meras abstracciones– como en la retaguardia. Lo será en Rusia, donde Putin contará con su autoridad dictatorial y con el patriotismo ruso… hasta que los rusos, más apegados a lo material de lo que se cree, calculen que la invasión de Ucrania les sale demasiado cara. Y lo será también en Occidente, sujeto al chantaje de Putin por su dependencia energética y la falta de algunos productos de primera necesidad de origen ucraniano.

Ante esto, los dirigentes europeos están particularmente mal pertrechados para pedir sacrificios. En su momento, no se dieron cuenta del monstruo al que se enfrentaban con Putin. Tampoco calibraron la vigencia de la idea de la Rusia eterna, por así decirlo, en la mentalidad y la opinión pública rusas. Y no calcularon los riesgos de la dependencia energética cuando Putin la suministraba a bajo precio y ellos dejaban que los europeos se mecieran en la ensoñación de un universo mundo verde y kantiano. Pedir sacrificios cuando se han cometido tantos y tan garrafales errores resulta un ejercicio difícil. Lo tendrán que hacer, sin duda, porque una derrota abierta de Occidente en Ucrania sería una catástrofe para una civilización liberal que, por el momento, ya lleva perdido su antiguo atractivo universal. Para eso, sin embargo, habrá que encontrar formas de movilizar recursos morales y políticos que hasta ahora no se han utilizado, cuando no se han descartado consciente y meticulosamente. También habrá que dar ejemplo. Por ejemplo, dedicarse al servicio público debería volver a ser un sacrificio –ah, la dichosa palabra...– y no, como en la actualidad, una situación de privilegio obsceno. Y habrá que ser valiente, y mostrarse capaz de articular y mantener en el tiempo, más allá de tacticismos y personalismos, objetivos difíciles y que requieren un sentido de la misión. Lean el último gran libro de Kissinger y comprenderán de lo que estamos hablando.