Argentina
Asesinos a sueldo
No son distintos el brasileño que quiso matar a la vicepresidenta argentina y los pistoleros de ETA que descerrajaban tiros en la nuca como Parot o Txapote
Encaja Ana el impacto de la muerte en directo. Le sobrecoge cómo una pistola se encasquilla ante el rostro encogido de terror de la vicepresidenta argentina Fernández de Kirchner cuando se da cuenta de lo que acaba de pasar. Un fallo mecánico en el arma que buscaba su cabeza para volársela, le ha salvado la vida que estaba sentenciada. Ana contempla una y otra vez el vídeo breve en el que se revela la inexistencia de una frontera temporal entre la vida y la muerte, de un límite entre la realidad de una emoción grata y el abismo del final absoluto.
Espera a la vicepresidenta a la puerta de su casa en el barrio bonaerense de La Recoleta un grupo de seguidores que acoge su presencia con vítores y exaltaciones. De entre la multitud, ante el rostro de Kirchner surge el gris metálico de una pistola que busca volarle la cabeza. Ha dicho el presidente argentino Alberto Fernández que en el cargador había cinco balas y se atascó la que llevaba el nombre de su segunda. Eso la mantiene con vida y privó al mundo del espectáculo de la muerte en directo, del horror difundido al universo. Como el asesinato de Abe, el ex primer ministro japonés, el ocho de julio pasado. Ana lo recuerda bien. Los disparos mortales en la realidad no se parecen mucho a los de las películas: en nuestro mundo el drama no tiene grandeza, los hombres caen descompuestos y se puede oler su miedo y el de quienes les rodean. Como el de Cristina cuando se da cuenta de lo que acaba de pasar. Si el pistolero brasileño no hubiera fallado, Ana no tiene dudas de que el mundo habría contemplado algo mucho más espantoso: la sangre de verdad, el estallido mortal de huesos y órganos destrozados por el plomo disparado a escasos centímetros. Solo pensar en esa imagen de lo que pudo ser, le produce tanta repugnancia como desasosiego la idea de que no hay frontera entre el gozo del afecto y el silencio de la muerte.
Así y todo, aún le desazona más esa idea de comunicación universal del horror. Todo lo que sucede se graba, y todo lo que se graba puede ser difundido. ¿Ganamos algo con eso? Recuerda Ana cómo su padre, periodista, le contaba que en las redacciones de las teles, cuando llegaban imágenes escabrosas o demasiado crueles, se debatía si se terminarían emitiendo o no. Ahora ese debate ya es inexistente por estéril: seguro que alguien estaba grabando el momento del horror y ya ha comenzado a difundirlo en redes. Todo se comparte, todo se registra, todo tiene cabida en esa inundación informativa de las redes sociales tan sedienta del agua clara y potable que sólo mana del compromiso real del informador. Si la bala del asesino de Buenos Aires hubiera conseguido su objetivo todo el mundo habría visto la violenta y dolorosa muerte de su víctima. Las imágenes que todos estamos viendo proceden de teléfonos móviles, no de cámaras profesionales. Y así todo. Ganamos en capacidad de comunicación y eso no deja de ser conocimiento. Pero también en frivolidad y estupidez.
El balance para Ana no es positivo: sabemos más, podemos hasta aumentar nuestro conocimiento, pero nos dejamos en la gatera la capacidad de medir el verdadero valor de las cosas. Esa banalización del dolor es una trágica tara de nuestro tiempo.
Aunque hay para ella algo peor. La existencia de seres que celebran la muerte ajena porque para ellos es una herramienta. ¿Quién estaría detrás de la acción criminal del pistolero de la Recoleta? ¿Qué perseguía quien encargó al sujeto que le volara los sesos a la vicepresidenta de Argentina? La muerte como camino, el terror como vehículo.
Esta semana ha decidido el Gobierno trasladar a prisiones del País Vasco a dos asesinos a sueldo de una idea, sobre cuyos hombros pesa la muerte de decenas de personas. Txapote y Parot irán a cárceles del País Vasco para cumplir lo que les queda de pena. Como dice Consuelo Ordóñez ante el traslado del asesino de su hermano Gregorio, lo importante es que cumplan sus penas. Pero no deja de ser un desplante hacia las víctimas que en alguna parte del proceso de su pago de culpas, los terroristas obtengan beneficio a cambio de nada. De nada para ellos, claro. Sí para el Gobierno que paga favores políticos a Bildu, que por mucho que se esfuerce en mostrarse desconectada de ETA, se autocontesta esa estrategia al exigir y celebrar que ETA –sus presos son ETA– reciba tratos de favor.
No son distintos el brasileño que quiso matar a la vicepresidenta argentina y los pistoleros de ETA que descerrajaban tiros en la nuca como Parot o Txapote.
Todos, piensa Ana, forman parte de la misma clase de seres humanos que anteponen sus proyectos políticos a la vida ajena. Que bien puede entenderse –le cuesta, pero lo haría– en la revuelta contra un tirano opresor. Pero jamás hacerlo, ni justificarse ante situaciones como las que alimentan el alma rota de los asesinos a sueldo, aunque sea de una ideología.
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