Política

Sincorbatismo

Creyéndose liberado de la soga habló a trasquilones hasta que sus propias tijeras acabaron podándole el mechón y el verbo florido de embustes

Un nuevo debate nos visita y no es el del precio del gas. Al mangacortismo y el mangalarguismo de José Antonio Montano, y los que le negamos el «outfit», le sucede ahora el del sincorbatismo, no por aquel día en que el presidente se quitó la corbata para «ahorrar energía» sino por la jornada de ayer del Senado, que más bien pareció Francia en época de la Revolución, solo que en París todos la llevaban, unos blancas (el contrarrevolucionario) y otros negras (los amigos de la guillotina), desperdigados ayer, los negros, en la bancada de Sánchez.

Pocas veces un símbolo tan antiguo pareció tan moderno. El declive de la corbata no ha significado que el mundo sea más igualitario, es apenas un aviso de que un día los ejecutivos también irán en chanclas al trabajo, como ya lo hacen sus becarios. La corbata se pone así a la vanguardia de la contracultura, dando en las narices al discurso «woke» para decirle que está equivocado, que con retazos de tela no se agazapa el cambio climático, tan solo se abrigan las mentiras.

El Gobierno de los gestos se desanuda su vergüenza para prometer o decir lo que le venga en gana. Por algo Sánchez puso a su lado en la visita a Moncloa de los «ciudadanos» a la chica que llevaba mechas azules pues debe pensar que una mecha es como el pecho de la Marianne y de Rigoberta Bandini, algo «indie» como de mentira, del Festival de Benicassim de los de antes, cuando aún nos dejaban entrar sin confundirnos con los padres de la juventud baila. De entre todas las medidas anunciadas por el presidente, ninguna de ellas más populista que la de no lucir corbata, rechazando a Brummel, necesitado de un ayudante para colocársela; más tirando a lo «queer», rollo Irene Montero, Oscar Wilde, que fue fluido sin interrupción y cuyos lazos eran tirabuzones, o al mismísimo Príncipe de Gales.

Fue la corbata lo que acabó decapitando a Sánchez, pues creyéndose liberado de la soga habló a trasquilones hasta que sus propias tijeras acabaron podándole el mechón y el verbo florido de embustes. De esta manera Feijóo salvó el cuello porque en un debate de fondo guardó las formas.