Opinión

El alma imperial rusa

Desde que en marzo de 1917, la Rusia zarista desapareció con el derrocamiento de Nicolás II, de la dinastía Romanov, que sería fusilado por los bolcheviques junto a toda su familia en Ekaterimburgo el año siguiente, el alma imperial nunca abandonó a la Rusia ya soviética. Por los acuerdos de Brest-Litovsk con Alemania, se retiraron de la Primera Guerra Mundial cediendo parte de su anterior territorio, y desde entonces la nostalgia imperial ha estado presente.

Así, Stalin no tuvo escrúpulo alguno en pactar con Hitler el 23 de agosto de 1939 el reparto de Polonia y las repúblicas bálticas, lo que le permitió a Hitler desencadenar la invasión de Polonia nueve días después, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Conforme a lo pactado por sus Ministros Von Ribbentrop y Molotov, respectivamente, al llegar los ejércitos del Tercer Reich al límite territorial establecido, el ejército rojo invadió Polonia por su lado oriental el 17 de septiembre de 1939, haciendo lo propio con otros territorios de la zona. El pacto entre Hitler y Stalin estuvo en vigor mientras los nazis invadían por su frontera occidental a Francia, el Benelux, Dinamarca…, intentándolo con Gran Bretaña, hasta que sería violado por el primero el 22 de junio de 1941 con la operación Barbarroja, denominación de la invasión de la URSS.

Es necesario recordar este vergonzante hecho histórico que los comunistas desean ocultar, para entender adecuadamente lo sucedido en Europa entonces y después de finalizada la guerra en 1945. El ansia imperial soviética tuvo su concreción en las Conferencias de Yalta y Postdam de ese año, donde Stalin pactó con americanos y británicos en presencia de los franceses, el reparto de Alemania y las zonas de influencia en la Europa oriental. Cuando esa «influencia» significó que todos los países europeos fronterizos con la URSS pasaron a estar sometidos a su total dominio comunista, los aliados fundaron la OTAN en 1949 para evitar que siguiera expandiéndose hacia el centro de Europa. El Muro de Berlín alzado en 1961 simbolizó esa división del continente que existió hasta su derrumbamiento en 1989, seguido del desplome de la URSS dos años después.

En esa histórica coyuntura, los aliados, con la OTAN y la UE, tuvieron en su mano acabar con la política de bloques en Europa, incorporando a su ámbito a la Rusia de Yeltsin y las exrepúblicas socialistas soviéticas europeas –Bielorrusia, Ucrania, Georgia, Armenia– para formar la Europa «desde el Atlántico hasta los Urales» por la que siempre abogó el presidente Charles De Gaulle. La geopolítica mundial sería otra, con una Europa de 700 millones de habitantes entre China y EE.UU, y sin guerras.