Verano

Por San Miguel

Los días se acortan y un sol tibio y horizontal alegra en lo bueno del día los cuerpos de los viejos, sentados en los poyos de la plaza

Me pongo a escribir el día de San Miguel, que es la fiesta de Las Rozas, el pueblo donde vivo. Están sonando las campanas y se me agolpan los recuerdos. Por San Miguel todo volvía a empezar en el mundo rural, siguiendo la rueda invariable de las estaciones. Se recogían los frutos de las huertas y se inauguraba el año agrícola. Con el tempero de las primeras lluvias otoñales, la vertedera binaba el barbecho para la siembra. Era la fecha señalada para ajustar los pastores, el cabrero y los aparceros. Se firmaban –bastaba un apretón de manos y un porrón de vino, si se terciaba– los contratos de arrendamiento de las tierras. Partían hacia las dehesas del Sur las merinas trashumantes y se quedaba la Sierra, triste y oscura. Y había que organizar la corta de la leña en la dehesa antes de que llegaran los primeros algarazos del invierno. Los leñadores subían al monte y acarreaban cargas de bardas y estepas al corral. Había seis meses largos por delante en los que no dejaría de salir humo de las chimeneas. La despensa y el bardal eran los elementos imprescindibles en aquella sociedad de subsistencia. ¡Y los tiempos se repiten!

Por San Miguel se recogían las nueces y los seteros salían con sus cestas al campo en busca de los primeros níscalos y los sabrosos boletus, que allí, por razones del santoral, se llaman «migueletes». Aún era el campo libre, sin cotos, tasas ni prohibiciones. No faltaban cazadores furtivos que recorrían, con su vieja escopeta del calibre 16 y gatillos a la vista, laderas y cabezos en busca del huidizo bando de perdices o de la liebre encamada en el aulagar. Y por San Miguel llega el veranillo del membrillo; los días se acortan y un sol tibio y horizontal alegra en lo bueno del día los cuerpos de los viejos, sentados en los poyos de la plaza.

San Miguel, el primero de los siete arcángeles, luce armadura brillante y se enfrenta con su espada flamígera a Lucifer, símbolo del mal. Lo veneran judíos, moros y cristianos, un caso bastante singular. Es el encargado de hacer sonar la trompeta el día del fin del mundo y de pesar el alma de los muertos. Sin embargo para muchos San Miguel no pasa de ser hoy una marca de cerveza, el nombre de un mercado, la fiesta del pueblo o una feria de ganado. El arcángel recuerda a este mundo descreído, agobiado por la guerra y el calentamiento global, que al final de los tiempos el bien triunfará definitivamente sobre el mal.