Testimonio

Reflexiones de un arzobispo emérito

Confieso que, más allá de las sombras, infidelidades, torpezas y pecados propios, abunda más la gracia del Señor, a través de caminos insospechados y sólo conocidos por Él

El lunes pasado, fiesta de santo Tomás de Villanueva, mi gran maestro como Obispo, después de Jesús, el Buen Pastor, Pastor único y guía de nuestras almas, se hicieron públicos mi renuncia a la Sede levantina y el nombramiento del nuevo Arzobispo de Valencia. Pasaba a ser Arzobispo Emérito y se me nombraba Administrador Apostólico de la Diócesis, con los mismos derechos, funciones, competencias, y facultades, de los Obispos diocesanos.

Una nueva situación y etapa en mi vida ministerial. Hacía ocho años del inicio de mi ministerio en Valencia. Y lo que puedo decir es aquello de San Pablo, que no he corrido en vano, que he librado y he combatido bien el combate de la fe en Valencia esos ocho años frente a la indiferencia, la apostasía o el increencia, que he corrido bien la carrera y he llegado hasta la meta en Valencia; han sido ocho años muy intensos de trabajo, de ilusiones, de esperanzas.

He ejercido entre los valencianos durante ocho años – el día 3, los hizo. Pocos años, pero ¡qué intensos!, he permanecido junto a vosotros. Ahora nos reunimos para comunicaros esto, no sin un profundo dolor, y, sobre todo, para confesar juntos que Jesucristo camina junto a nosotros, “hoy, ayer y siempre”; que Él está en medio nuestro como Pastor supremo y que es quien lleva a su Iglesia a la plenitud de la verdad y de la vida.

Alabo y bendigo a Dios y recuerdo sus beneficios. En estos años, os lo confieso, he palpado la inmensa bondad de Dios con la que Él nos quiere; esa bondad misericordiosa no me ha dejado nunca abandonado, aunque yo no le haya sido fiel en toda ocasión y momento, y aunque no le haya correspondido, en mi torpeza y pecado, a su amor y su gracia. No olvido, no podemos olvidar sus inmensos beneficios que aquí, en estos años, Él, por su infinita bondad, ha derramado en favor nuestro. Quisiera que esta alabanza, penetrada de alegría por el reconocimiento del inmenso amor con que Dios nos ama y tan generosamente nos muestra, fuera pura alabanza, gozo y reposo sosegado en Él, proclamación de su grandeza y de su largueza, sencilla confesión de fe de su gloria y de las maravillas que El realiza en favor nuestro, y adoración humilde por la gracia y la ternura de la que Él colma a sus criaturas, de la que es una prueba óptima la figura providencial, que nunca agradeceremos bastante de Santo Tomás de Villanueva. Todo él apunta al gran don de Dios, su Hijo Jesucristo, en quien nos ha bendecido con toda suerte de bienes espirituales y celestiales. Cualquier beneficio, por ello, toma su bendición de Jesucristo, en quien encontramos el inmenso derroche de amor, de sabiduría y de gracia para con todos.

Agradezco, con toda mi alma, que os unáis en esta alabanza y acción de gracias. Solo no puedo ni debo hacerlo. Además de que soy muy pobre para dar gracias en solitario y estoy necesitado de la misericordia divina, es que Dios, en su infinita benevolencia, os ha asociado a mí, y no puedo nada sin vosotros: os necesito para dirigirnos juntos a Él, en comunión profunda y sin fisuras. Volvamos los ojos hacia Dios, lleno de compasión, Padre de la misericordia y Dios de toda consolación; dirijamos unidos nuestra mirada hacia su Hijo amado, Jesucristo, Señor de la Iglesia, el único Pastor y Obispo de nuestras almas, el que por nosotros da la vida y nos pastorea encaminándonos hacia la casa del Padre. Démosle gracias por él.

Ministerio episcopal que un día Él me confió en la Iglesia y por la Iglesia, por el que se nos hace presente y visible de modo sacramental y misterioso en la fragilidad de quienes Él ha querido llamar y elegir y querido quedarse con nosotros, en la Eucaristía, que es Él mismo; y en el sacerdocio de los apóstoles transmitido al Colegio episcopal.

Como os decía antes han sido años intensos. Diría que muy intensos. Han sido años de inmensos dones de Dios, que sólo Él conoce y que no soy capaz de explicar adecuadamente, porque nos sobrepasan y desbordan; todos y cada uno de esos dones merecen por mi parte toda alabanza y acción de gracias. “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”. Con la Virgen María, llena de gracia y medianera de todas las gracias, quiero cantar un “Magníficat” que no tenga fin, y proclamar con Ella la grandeza del Señor, porque ha mirado mi humillación, mi debilidad, mi bajeza y humildad y porque su misericordia es eterna de generación en generación. “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho, que nos ha hecho?”. Es tan bueno que la única paga que exige es que lo amemos con todo lo que nos ha dado. Y cuando, al final de estos años, pienso en todo esto -voy a decir lo que siento- me horrorizo de pensar en el peligro de que alguna vez, por falta de consideración o por estar absorto en cosas vanas, me olvide del amor de Dios y sea para Cristo causa de vergüenza y oprobio. Bien sabe Dios - y lo digo con humildad, consciente de mi debilidad y pequeñez, y porque no es obra mía- que no me he reservado nada, que me he gastado y desgastado sencillamente por la Iglesia -por ella, sin más-, a veces hasta la extenuación. Y esto no por mérito mío alguno, sino porque Él ha tenido conmigo mucha compasión y misericordia, y ha venido en mi auxilio. Todo es gracia suya; todo lo bueno que haya en estos años- y sé que ha sido mucho- es suyo. Las torpezas, errores y debilidades, sin embargo, míos. ¡Cuánta fuerza y verdad recobra la verdad de la gracia contemplando a la Virgen María, contemplando ese rostro, de inigualable hermosura y plenitud que admiramos, como un trasunto, por ejemplo, en la Inmaculada de Alonso Cano! ¡Con cuánta intensidad de verdad podemos reconocer hoy que todo es gracia al contemplar y admirar a la que es llamada: “Llena de gracia”!

Por todo ello, a Dios sólo la gloria, el honor y la bendición, por siempre. Porque de Él, fuente y origen de todo bien, procede todo don y toda gracia; por su gracia, y nada más que por ella, soy lo que soy. Soy testigo, como María, o como santo Tomás e Villanueva, de que todo es gracia de Dios, un verdadero derroche de su gracia, de que Él lo obra todo en todos y toda capacidad y suficiencia viene de Él, de que su gracia trabaja siempre y de que la fuerza se realiza en la debilidad. No puedo, en efecto, ni me toca otra cosa sino presumir de mi debilidad. “Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero”. De esto también soy testigo. Que Dios mire compasivo mi debilidad y mi pecado, que venga en mi ayuda y me salve, ya que sin Él no puedo hacer nada, y, al mismo tiempo, confieso con las palabras del Ángel Gabriel en la anunciación, “para Él nada hay imposible”.

Soy testigo de la verdad de las palabras de san Pedro: “Dios ha tenido y tiene mucha paciencia conmigo, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos, yo el primero, se conviertan”. Eso es lo que me pide: que me convierta, que vuelva, con el auxilio de su gracia, sin cesar a Él, y que desaparezca de mi vida lo que es realidad caduca y muerta, para que se torne santa y piadosa. Como he dicho en estos días, el tiempo pasado entre vosotros y con vosotros lo pongo en manos de Dios y lo dejo a su juicio, que siempre, espero, será un juicio verdadero y justo, y en ningún momento dejará de ser misericordioso. Por esto mismo, acudo a Él, rico en clemencia y perdón para los pecadores, para que una vez más se compadezca de mí, se apiade de mí y de mis infidelidades ante tanto amor suyo en estos años. Confieso que, más allá de las sombras, infidelidades, torpezas y pecados propios, abunda más la gracia del Señor, a través de caminos insospechados y sólo conocidos por Él. Así Él, permitidme que lo diga con llaneza sincera, ha podido lucirse aún más en mi persona y en mis obras. De Él me he fiado, y con la fuerza de su Espíritu Santo, confío en fiarme siempre, para no hacer otra cosa que su voluntad, como reza mi lema episcopal, o mejor aún, como responde la Virgen María a la petición de Dios: “¡Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra!”

Asociados a mi acción de gracias y a mi súplica de perdón, permítanme ahora que con todo mi corazón exprese mi más hondo agradecimiento.