Política

Montescos y Capuletos (versión judicial)

¿Qué sentido tiene perpetuar fórmulas de asociacionismo ideológico que dañan más que benefician?

No diremos que se haya seguido el desenlace de la elección del presidente del Tribunal Constitucional con la intensidad de una final de fútbol, porque no ha llegado a ese extremo, pero casi. Pocas veces, como en los últimos tiempos, la información relativa a magistrados y jueces, a sus nombramientos, sus carreras y currículos ha acaparado tanta atención mediática y social. Y no está mal que así sea, claro, siempre que no termine derivando en una muesca más en la erosión que atenaza a la democracia y sus soportes. Ya sabemos que el descreimiento de una sociedad que se repliega en sus desconfianzas y rechazos va dejando espacio a los populismos. Y también sabemos que nada como las certezas para intentar frenarlos. Por ejemplo, la de la constatación, realista y pragmática, de las conexiones entre política y justicia.

Los juristas no son seres asépticos, sin ideas ni criterios propios. Ni siquiera sería legítimo aspirar a que lo fueran. Es una evidencia a la que todos los Estados de derecho deben enfrentarse para buscar el equilibrio que garantice la máxima independencia e imparcialidad de quienes velan por las normas supremas. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de los contrapesos entre el poder y las togas es el de los jueces del Supremo en Estados Unidos. Nombrados por el presidente con carácter vitalicio, quedan liberados de cualquier tentación de servidumbre o sometimiento y termina por resultar irrelevante si fueron elegidos en mandato demócrata o republicano. En España, al margen de la vinculación partidista y del adjetivo conservador o progresista que suele ir engarzado al nombre del magistrado, contamos con una peculiaridad añadida: la abierta adscripción a asociaciones definidas por sus tendencias.

Y ese hecho que, en su origen, pudo justificarse por un afán de transparencia, para evitar suspicacias, ha derivado, en realidad, en una perversa clasificación que etiqueta a quienes deberían exhibir neutralidad. Si consideramos que los jueces siempre van a ser objetivos en la interpretación y aplicación de la ley, si consideramos que sus convicciones o creencias no van a condicionar ninguna de sus decisiones (y está bien considerarlo de este modo porque así debe ser), ¿qué sentido tiene perpetuar fórmulas de asociacionismo ideológico que dañan más que benefician? Asumimos que no es verosímil un espacio público tan aséptico que carezca de cualquier connotación ideológica, pero constatamos, también, que no debiera impregnarlo todo: no podemos resignarnos a desgastar más el sistema a través de esa recreación, permanente y judicial, del enfrentamiento entre Montescos y Capuletos.