Catolicismo
Un ofrecimiento para un nuevo mundo, una nueva Europa y una nueva España
Los derechos humanos no los crea el Estado, no son fruto del consenso democrático, no son concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social
Estamos viviendo una situación en el mundo, en Europa, en España un tanto singular. Las cosas no están claras, desconcierto, riesgos o realidades de confrontación, crisis de identidad… ¿Qué hacer, qué decir, qué pedir, qué ofrecer? Unos días después de la muerte de Benedicto XVI, y teniéndole a él muy presente me atrevo a ofrecer estas reflexiones, en las que involucro también a la Iglesia.
La Iglesia reclama la concordia sobre los valores que se expresan en el derecho y en la vida, resumidos en la dignidad de la persona humana y en los derechos fundamentales, como elementos imprescindibles e incondicionales de la identidad de Europa y del mundo civilizado.
Europa y el mundo necesitan un inmenso esfuerzo de construcción cultural y social. La Iglesia es consciente de que una Europa con una crisis de identidad caminaría sin rumbo y hacia su propia destrucción.
Por eso afirmó el Papa san Juan Pablo II que, «en el proceso de transformación que está viviendo, Europa está llamada, ante todo, a reencontrar su verdadera identidad. En efecto, aunque se haya formado como una realidad muy diversificada, ha de construir un modelo nuevo de unidad en la diversidad, comunidad de naciones reconciliada, abierta a los otros continentes e implicada en el proceso actual de globalización. (...) En el proceso de integración del Continente, es de importancia capital tener en cuenta que la unión no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica, pues ha de consistir ante todo en una concordia sobre los valores que se exprese en el derecho y en la vida» (EE 109).
Según el segundo párrafo del preámbulo de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, «en la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles y universales del ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho. Al instituir la ciudadanía de la Unión y crear un espacio de libertad, seguridad y justicia, sitúa a la persona en el centro de su actuación». En parecidos términos, aunque con diferencias o matices distintos importantes, en los que no es el caso entrar, se expresa el proyecto de Constitución de hace unos años, en el que podía leerse: «Conscientes de que Europa es un continente portador de civilización, de que sus habitantes, llegados en sucesivas oleadas desde los tiempos más remotos, han venido desarrollando los valores que sustentan el humanismo: la igualdad de las personas, la libertad y el respeto a la razón. Con la inspiración de las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han hecho arraigar en la vida de la sociedad el lugar primordial de la persona de sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto al Derecho».
¿Quién va a negar estos valores? Por supuesto, no será la Iglesia, máxime cuando la raíz y la cuna de estos valores es fundamentalmente cristiana, sin negar tampoco otras raíces que el mismo cristianismo asume y ensancha. Es importante en principio la incondicionalidad con la que la dignidad y los derechos del hombre aparecen en esos grandes textos europeos. Se trata de valores prepolíticos y prejurídicos como valores que preceden a todo derecho estatal. Günter Hirsch ha recalcado con razón que esos derechos fundamentales no son ni creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que “más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores”. Esta vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano; la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza con Dios conferida por Él al hombre» (J. Ratzinger). Ciertamente, podría decirse, de alguna manera, que así se protegería «un elemento esencial de la identidad cristiana de Europa en una formulación comprensible también para el no creyente» (Ibid).
Pero pienso que sería necesario ir más allá para el bien, perpetuación y consolidación cada vez mayores de Europa y de la democracia en que se apoya. Es propio de la democracia, y de la Europa que la asume como instrumento para su realización, el derecho y la justicia no manipulables al arbitrio de los poderes. El reconocimiento y valoración de la razón y de la libertad, que están en la entraña misma de Europa por la herencia griega y cristiana, sólo pueden tener consistencia como dominio del derecho. «La limitación del poder, el control del poder y la trasparencia del poder son los constitutivos de la comunidad europea. Se presupone necesariamente la no manipulación del derecho, el respeto de su propio espacio intangible. Se presupone igualmente lo que los griegos denominaban como eunomía, es decir, la fundamentación del derecho sobre normas morales» (J. Ratzinger).
La democracia, patrimonio preciado de los países occidentales, europeos, como ordenamiento de la sociedad y expresión en su realidad más genuina del «alma» europea, se asienta y fundamenta en unos valores fundamentales e insoslayables sin los cuales no habrá democracia o se la pondrá en serio peligro. «Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana» (Juan Pablo II Centessimus Annus, 46). No puede haber democracia sin dedicación al bien común, y sin respeto a los derechos de los demás y de todos, y sin sensibilidad para las necesidades de los demás. Eso significa que la democracia, más que ningún otro sistema social y político, tiene necesidad de una sólida base moral.
En palabras de Juan Pablo II, «si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto» (Juan Pablo II, Centessimus Annus, 46). La democracia, en efecto, entraña el reconocimiento, la afirmación y respeto del valor y la dignidad trascendente e inviolable del ser humano, de todo ser humano, la afirmación de la libertad, igualdad y solidaridad como valores y principios insoslayables, una opción moral y una idea del Derecho que en modo alguno se entienden por sí mismas. El sistema democrático, la democracia si se prefiere, está al servicio del hombre, de cada ser humano, de su defensa y su dignidad. Los derechos humanos no los crea el Estado, no son fruto del consenso democrático, no son concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social. Estos derechos son anteriores e incluso superiores al mismo Estado o a cualquier ordenamiento jurídico regulador de las relaciones sociales; el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer, respetar y tutelar esos derechos que corresponden al ser humano por el hecho de serlo, a su verdad más profunda común a todos los seres humanos que los hace iguales y solidarios –destinados a los otros y al Otro–, en la que radica la base y la posibilidad de realización en libertad. El ser humano, su desarrollo, su perfección, su felicidad, su bienestar es el objetivo de toda democracia, y de todo orden jurídico. Cualquier desviación o quiebra por parte de los ordenamientos jurídicos, de los sistemas políticos, en este terreno nos colocaría en un grave riesgo de totalitarismo. Por eso mismo, la democracia para crecer y fortalecerse necesita una ética que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de la persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales, anterior al ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva y fundamental acerca del hombre y su destino trascendente es insuficiente para un orden social justo. El problema de la dignidad de la persona humana y de su reconocimiento pleno es piedra angular de todo ordenamiento jurídico de la sociedad; afecta, por ello, a los fundamentos mismos de la comunidad política que necesita de una ética fundante; la misma libertad, «elemento fundamental de una democracia es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad» (Juan Pablo II, a los Obispos portugueses, 27, 11, 92) del ser humano. «Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia, sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay ley que no esté fundada en la norma trascendente de lo verdadero y lo bueno» (Juan Pablo II, en su visita al Parlamento Europeo). No es posible un Estado ateo, ni el laicismo total y absoluto es su horizonte, ni en él está su futuro, ni en él encontrará la paz.
Antonio Cañizares Llovera es cardenal y arzobispo emérito de Valencia.
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