Política

Políticos «kriptonita»

Si el hecho de que un representante público participe en una actividad académica se percibe como una provocación, solo en esa afirmación tenemos contenido todo el fracaso de nuestra democracia

Estamos tan polarizados como Argentina y Estados Unidos, más que Francia e Italia y menos que Indonesia y Arabia Saudí. Y ese lugar que ocupamos en el atlas de la crispación, según el barómetro de la consultora Edelman, nos aúpa al top mundial de la máxima tensión. Vaya novedad, pensarán ustedes. Y, en efecto, la clasificación no aporta ninguna conclusión original que se aleje de lo que pueden constatar cuando escuchan el ruido ambiental que nos rodea. Al margen de la desigual comparación entre estados que recoge el informe (bastante ilustrativo resulta que el grupo de los países menos convulsos se caracterice por su falta de libertades), la radiografía de la situación española sirve de excusa perfecta para indagar en el estrés de nuestra vida pública, en esa permanente irritación patria.

A la histórica visión dicotómica de las dos Españas que se cruzan pero que no acaban de encontrarse (reconvertidas ahora, más bien, en bloques infranqueables), se añade la influencia en los últimos años de artefactos latinoamericanos, los escraches, para ser más específicos. Una estrategia potenciadora de la ira que nos ofrece, con demasiada frecuencia, exhibiciones como la de la Complutense de hace pocos días. Y, precisamente en torno a la polémica por el reconocimiento a Ayuso, se ha recurrido a un perverso argumento que justificaría los abucheos, los insultos y las bochornosas y excesivas medidas de seguridad en un aula apelando a la inoportunidad de que un político acuda a un acto del ámbito universitario. Obviando la opinión que a cada uno le merezca la concesión del título de «alumna ilustre» a la presidenta de una comunidad y de las legítimas críticas que pueda acarrear, el razonamiento resulta tan limitado como esclarecedor de la intolerancia y la falta de respeto imperantes.

Si el hecho de que un representante público participe en una actividad académica se percibe como una provocación, si esto es así, solo en esa afirmación tenemos contenido todo el fracaso de nuestra democracia. Porque dando por bueno este planteamiento, en nuestros espacios comunes no cabrían los políticos, deberían permanecer aislados y al margen de reuniones o encuentros cotidianos, como elementos tóxicos, como una especie de «kriptonita» social que, paradójicamente, destruyera la convivencia al molestar a todos aquellos ciudadanos que no les hubieran votado o a los que, incluso habiéndoles apoyado, discreparan después de sus ideas. Y ese escenario, entre ridículo y distópico, nos describiría, en realidad, como un grupo de fanáticos intransigentes, lo que implicaría ir un paso más allá de la sociedad polarizada que ya hemos asumido que somos.