Irene Montero

Doña Irene, los aviones vuelan...

El consentimiento siempre ha sido determinante en la tipificación de los delitos sexuales en el Código Penal

Las leyes que regulan la navegación aérea dan por sentado que los aviones vuelan. Parece una verdad de Perogrullo, pero en esta España nuestra lo evidente está en retirada, derrotado por la personalísima percepción de los sumos sacerdotes de la secta. Así sucede con el mantra del «consentimiento» en la ley Montero, la del «sí es sí», comodín dialéctico al que se agarra la podemia para no admitir el error y disimular el estacazo que preparan sus socios de Gabinete. Pero es una falacia. El consentimiento, como el vuelo de los aviones, siempre ha sido determinante en la tipificación de los delitos sexuales en el Código Penal. Es más, de mediar el consentimiento por ambas partes, no se habla de un ilícito penal, sino de lo que venía siendo tradicionalmente «echar un polvo». Que conste, que yo entiendo a la ministra, porque se me hace muy cuesta arriba aceptar una sentencia como la del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que considera «abuso sexual» que seis o siete tipos se lleven a una cría de 14 años, bajo los efectos de sustancias tóxicas, a una nave abandonada, alejada de cualquier edificación habitada y la penetren por turnos. Pero, como demostró la resolución del Supremo en el caso de la «manada de Pamplona», las leyes vigentes hasta la reforma de doña Irene Montero capacitaban a los jueces para reinterpretar en clave de agresión lo que, en principio, otros tribunales interpretaban como simples abusos.

Ciertamente, la parte de la prueba y el principio general del Derecho que establece la presunción de inocencia pueden parecer un engorro a nuestras exaltadas feministas del «yo sí te creo, hermana», pero la solución escogida, englobar en un sólo tipo penal el abuso y a la agresión, tenía todas las papeletas para el engendro resultante y, sobre todo, conduce por caminos tortuosos que afectan a derechos humanos básicos, que valen, incluso, para los hombres. Tan grave es alterar la carga de la prueba, como obligar a la víctima de una agresión a sostener la acusación sobre unos indicios que la propia naturaleza del delito convierte en imposibles, pero ahí entran los fiscales y los jueces, que, en la búsqueda de la verdad, cuentan no sólo con la ley, sino con la capacidad de discernimiento que proporcionan los años de experiencia y de formación.

La triste realidad es que el Gobierno, porque ha sido el Consejo de ministros en su conjunto el autor de la ley de marras, ha legislado desde la coyuntura y los prejuicios ideológicos, ignorando que el Código Penal no es un cajón de sastre, sino que responde a unos equilibrios internos que hay que manejar con mucha prevención. No es, por supuesto, un texto inmutable, como no son inmutables los comportamientos y las relaciones sociales, pero la adecuación a las nuevas circunstancias, con nuevas formas de intimidación y violencia antes impensables, no pueden solventarse sin una cuidada reflexión sobre las consecuencias. Pero hay vías para librar el combate por la indemnidad de las mujeres. Recuerdo dos viejos tipificantes del asesinato, «en despoblado» y «en cuadrilla», que, con la alevosía, cuadran perfectamente con la plaga de las «manadas» de estos tiempos tan confusos y que hubieran evitado las dudas conceptuales del Tribunal Superior de Cataluña. Iban en grupo, llevaron a la víctima a un lugar solitario y se aprovecharon alevosamente de que no podía defenderse. No hay más preguntas, señorías.