Tribuna

53 años de sacerdote

La santidad sacerdotal, máxime siendo Obispo y Cardenal, me debe llevar a no callar y a que se vea luz puesta en lo alto

Hoy, miércoles, 21 de junio, precisamente, se cumplen 53 años de mi ordenación sacerdotal. Además de dar gracias infinitas a Dios por elegirme, llamarme y concederme el inmenso don de ser sacerdote suyo, y de pedir perdón por mis infidelidades, no puedo dejar de recordar aquellas palabras que me dijo el santo Obispo que me ordenó sacerdote, el venerable D. José María García Lahiguera. «Antonio, te voy a imponer las manos y serás constituido sacerdote, pero sacerdote SANTO, si no fueses a ser santo ¿para qué pides ser sacerdote? Sólo sacerdotes santos harán posible un mundo nuevo, una Iglesia renovada fiel a su misión de evangelizar». ¡Qué razón tenía D. José María. QUIERO SERLO, lo he querido en mis 53 años de vida sacerdotal –largos y prolongados años- y sigo queriendo hoy, a pesar de que no lo soy y pongo para ello, en primer plano la inmensa, infinita, sin límites misericordia del Señor. Releo las sagradas Escrituras que nos hablan de Dios, y qué cosas tan hermosas y consoladoras dicen de Él, que es clemente y misericordioso, rico en piedad, bueno con todos, cariñoso con todas sus criaturas, fiel, bondadoso en todas sus acciones, indulgente con todas las cosas porque son suyas, ama a todos los seres y no aborrece nada de lo que hizo, pues si odiara algo, no lo habría creado, amigo de la vida, se compadece de todos, porque todo lo puede y ha creado todo, sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan, y pasa por alto los pecados de los hombres –los míos- para que se arrepientan. Con Dios que es así, ¿qué podemos temer? ¿No debería ser la confianza plena puesta en Él, el deseo de vivir dejándose ayudar por Él, cumplir sus voluntad que ya vemos es y está a favor de todo lo creado, singularmente del hombre al que sostiene y le perdona si yerra, o lo corrige poco a poco al que peca, o le recuerda su pecado para que, apartándose del mal, crea en Él, se fíe de Él y en Él confíe.

Pero eso que es tan maravilloso lo vemos con creces confirmado totalmente en su Hijo Unigénito, Jesucristo, rostro humano de Dios. En toda sus palabras y hechos, como vemos en esta escena del Evangelio, que nos presenta lo acaecido con Zaqueo. Como saben y la misma lectura nos lo dice, era publicano, un judío al servicio del poder invasor del imperio romano, cobraba algo tan odioso como los impuestos, a veces excesivos y para los intereses de Roma, era un colaboracionista con el invasor, con el poder, y encima se quedaba con parte de dichos impuestos abusivos o los aumentaba para sí mismo. Vamos, era un personaje poco recomendable y mal visto. Era muy rico, y de los ricos acababa de decir Jesús, que era muy difícil que entrasen en el reino de los cielos. Pero este hombrecillo quería conocer a Jesús, tenía interés por Él, no estaba cerrado a su paso; en el fondo buscaba, buscaba otra forma de vida, ser otro, no se sentía satisfecho, buscaba amor, buscaba a Dios, Dios con el hombre al que salva.

Jesús, camino de Jerusalén, donde iba a morir por todos, para el perdón de todos y por la salvación de todos, por puro e infinito amor, pasa, desviándose un poco por la ciudad de Jericó, rica, opulenta, bella , de disfrute humano. También Jesús buscaba: busca mostrar su amor y, por eso cura, al ciego de Jericó; pero, además, busca la oveja perdida, como el buen pastor que busca a las ovejas extraviadas o perdidas. Y la encuentra, se trata de Zaqueo, subido a un sicómoro, una especie de higuera, para verlo al menos pasar.

Lo que no se imaginaba aquel hombre pecador que también buscaba se iba a encontrar tan cerca de Jesús y menos aún que Jesús, que al verlo encaramado en el árbol y tratando de conocerle al menos de vista, le dijese -¡nada menos!- : «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa»-. Lo primero es que lo llama por su nombre, le tiene un respeto y un cariño enorme al llamarlo por su nombre. Y después le dice que es necesario que se aloje en su casa, que sea su huésped ese día, que lo acoja y le dé cobijo y casa, que le abra sus puertas y lo atienda. Y esto con urgencia, con prisa. Porque urgente y prisa había en lo que ya estaba sucediendo, es decir, el encuentro con Jesús, el amor y la misericordia que Él le traía, la salvación que está en Jesús y que nos trae Jesús por la que iba a dar la vida en Jerusalén, amando a los hombres hasta el extremo, concediendo y haciendo partícipes a todo hombre abierto a su don el perdón, la redención de los pecados, una nueva vida que se rija por el amor y la misericordia.

Zaqueo se llena de alegría, no esperaba tanto, no esperaba que él, despreciado y mal visto, Jesús le restituyese un honor y una dignidad perdida, sin tener en cuenta su fama. Cuando entra en su casa exclama lleno de alegría: la presencia de Jesús trae alegría, gozo por el reconocimiento que entraña. Y Zaqueo, loco de gozo, justificado ya, de pie, dispuesto a seguir otra vida, la que reclama el amor y la misericordia de Jesús, el compartir con los demás, máxime si se ha aprovechado de ellos o devolverles cuadriplicado lo robado, le dice: «Mira; Señor, la mitad de mis bienes se lo doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús repone: «Hoy ha sido la salvación de esta casa…Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». Él me llena de esperanza en este 53 aniversario de mi ordenación sacerdotal.

La santidad sacerdotal, máxime siendo Obispo y Cardenal me debe llevar a no callar y a que se vea luz puesta en lo alto, aunque alguno me diga que soy como la pimienta, que se pone en todos los guisos; y no callar, por ejemplo, ante lo que está sucediendo en Ucrania, también en España y Occidente, en la cultura moderna de la posverdad, el bien y el mal se confunden. No se distingue entre lo que da vida y lo que mata y, en ocasiones, los poderosos afirman falsamente que defienden la verdad, mientras sus auténticos guardianes lo pagan con la vida, o con la condena de los medios. La lucha de Ucrania, y otros hechos, plantea unos interrogantes morales profundos al mundo, y demuestran que no se puede llamar mal al bien ni bien al mal, pero el gran día de la victoria sobre el mal, el odio, la violencia y la mentira ya ha llegado. Y por eso se nos llama, o se nos invita a confiar en el triunfo de la luz frente a las tinieblas, de la vida sobre la muerte, de la verdad sobre la mentir y el Señor nos da para ello su amor y su gracia. Estas reflexiones ofrezco en este día, con todo amor y confianza, y el que sepa leer que entienda. Esto es uno de mis móviles sacerdotales y el anunciarlo a tiempo y a destiempo debería continuar las palabras que me dirigió D. José María García en mi ordenación sacerdotal, y esto no es ser "grano de pimienta”. Rueguen por mí.