Andrés Aberasturi

A ti, a vosotras

Estábamos a punto de dar a luz. Otra vez ese misterio anunciado, que ya es, y al que le esperaba un nombre y mil abrazos. Es raro. Cuando uno acompaña el embarazo de su propia mujer, naufraga entre miedos y cuidados y vive cada día la aventura del hijo que se espera. Cuando entonces, a ella le daba la taquicardia repentina mientras cuajaba una tortilla de patatas y seguía, valiente y fuerte, a lo suyo; yo contemplaba horrorizado los sobresaltos de su yugular en la cocina, hasta que me desplomaba en un charco de angustia atónito y definitivamente mareado. Y nace y le contemplas y tratas de ver la famosa semillita que has puesto tú, apenas nada, la verdad, porque todo el mérito, claro, es de la de la taquicardia. Pero de pronto, ay, se te vienen todos los años de un solitario golpe en plena estupidez sentimental y otra vez el misterio anunciado pero que va a cambiar la palabra padre por la de abuelo. Ya no hay mareos consortes sino exagerados ataques de ternura y ese miedo lejano que, quieras que no, te sobrevuela. Pero todo está bien salvo que ahora estos milagros te pillan ya mayor y has aprendido a llorar lo que nunca lloraste y te emociona hasta la lágrima la sonrisa enorme de tu hijo –el de lasemillita, que parece que fue ayer; y no– pero, sobre todo, la hermosa juventud desparramada de la que ya es también tu hija, que abandonó su talle y su cintura para dar cobijo y calor a este nuevo misterio felizmente desvelado. Todos estábamos a punto de dar a luz; sin saberlo, el mundo entero esperaba su llegada. Pero fue ella la portadora del milagro, la de los nueve meses, la de la náusea y la taquicardia, la de ese empujón final que es el triunfo de la vida. Su triunfo. El de todos.