Ángela Vallvey
A tumba abierta
William Shakespeare murió el 3 de mayo de 1616; dos días después, fue enterrado en la misma iglesia donde lo habían bautizado, en su pueblo de Stratford-upon-Avon. Don Guillermo, bardo inmortal, dejó escrito su epitafio: «Buen amaigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras, y maldito el que remueva mis huesos». O sea, que nadie se ha atrevido desde entonces a «trasladarlo» ni quiera al «Poet’s Corner» de la abadía de Westminster, en Londres, donde descansan los grandes literatos, científicos y personas ilustres que han hecho grande a Reino Unido, desde Charles Darwin a Charles Dickens. De hecho, Gran Bretaña tiene tantos personajes insignes, famosos artistas, gloriosos escritores y genios diversos que, a partir de un momento dado, tuvieron que empezar a incinerarlos porque no les cabían en Westminster. Los británicos siempre se han asegurado de que sus sabios vivan, y reposen eternamente, con honor, con arreglo a su dignidad y al gran servicio que han prestado a su país, y al mundo.
Al contrario, España es especialista, como ha demostrado secularmente, en despreciar, desatender e incluso perseguir o burlarse (mientras aún están vivos) de sus cabezas pensantes, de sus artistas, creadores y gente de talento en general. Y, si en vida los ningunea, oprime o acosa, cuando mueren directamente los desdeña hasta que sus restos mortales acaban en una fosa común como ocurrió con los de Quevedo, se pudren en el monte como los de García Lorca después de ser asesinado, o desaparecen sin dejar rastro, como los de Cervantes. Cervantes tuvo una existencia de penurias atroces, pero ni el estrés de la guerra, la emigración o la pobreza que soportó le impidieron ser grande. Sus restos eternos son sus obras. Lo de sus huesos, la ruindad de su patria.
✕
Accede a tu cuenta para comentar