César Vidal
Adiós, profesor Barea
Cuando era niño, las noticias relacionadas con la muerte llegaban vinculadas a un familiar denominado «la emisaria de la muerte». El impacto parecía amortiguado aunque puede ser que yo simplemente tuviera unas décadas menos. No es así ya. Amanece al otro lado del Atlántico y me entero de que ha fallecido el profesor José Barea. Casi todos recordarán a Barea de la época Aznar cuando, en un intento sensato por reducir el gasto público, empezó a recortar de los presupuestos lo que no era indispensable. Le llamaban entonces «Eduardo Manostijeras» y mientras que la izquierda y los nacionalistas le lanzaban miradas aviesas otros nos percatábamos de que no había manera distinta de salir del marasmo en que nos habían hundido los mandatos de Felipe González. Mi relación con él fue después mucho más intensa. Formaba parte del grupo de economistas que tenía en la tertulia de «La linterna» durante las temporadas que dirigí el programa. Era destacadamente simpático y educado. Acudía a la radio acompañado por su hija o su esposa –tenía problemas de movilidad que fueron aumentando con el paso del tiempo– y con una enorme sencillez esperaba en la pecera a que pasara la publicidad para poder entrar al estudio. Nuestra relación era muy amistosa y cuando yo decidí abandonar aquella radio y marcharme a otra me dijo que se venía conmigo aunque le pagaran menos. Me conmovió como siguió conmoviéndome su aparición, semana tras semana, en el programa. Era un profesional extraordinariamente riguroso y, con años de antelación, se percató de dónde íbamos a acabar con ZP. Por otro lado, con una memoria prodigiosa para los números, desgranaba cifras y datos para dejar de manifiesto que con ciertos niveles de gasto es tan imposible que despegue una nación como que se alce por los aires un pato atado a un yunque. En un momento determinado, decidí sacarle del ambiente fatigoso de las tertulias y darle una sección específica que se titulaba «La lección de Barea». Primero, en televisión y radio y luego sólo en radio, aquella intervención semanal era como un trallazo en la conciencia de cualquiera que deseara saber de verdad como estábamos. Un día me comunicaron que, por razones presupuestarias, tenía que suspender su sección. Me causó una pena inmensa e insistí en ser yo quien le diera la noticia. Me dijo con voz dulce que lo comprendía y a mí se me partió el alma porque muchas otras cosas se podrían haber eliminado con más justicia. Descanse en paz, entrañable profesor.
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