Historia

Ángela Vallvey

Ahora

La Razón
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Comenzaron los años 20 del siglo XX. La situación de España era muy convulsa. Y conviene recordarla al hilo de los acontecimientos históricos que ahora vivimos, casi un siglo después, en especial bajo la expectación y las preguntas que suscitan estas elecciones catalanas, que serán cruciales y decidirán más asuntos de los que pueda parecer. Antaño, asesinatos y bombas, problemas en Marruecos (los «desastres» de las contiendas de Annual y Monte Arruit), la inseguridad ciudadana, los separatismos, las huelgas... espolearon la eclosión de una dictadura: la de Miguel Primo de Rivera que, por entonces, se encontraba destinado en Barcelona, donde se impulsó con la creciente ansiedad social, militar, política. Aquello cristalizó en una dictadura, un «hecho extralegal» aplaudido por la burguesía catalana y la Lliga Regionalista de Cambó. El sindicalismo «descontrolado» también constituía una amenaza para diversos sectores de la sociedad catalana, que se unieron por el interés de hacer frente a un enemigo común. El «Estado de guerra» se declaró primero en Cataluña, más tarde en toda España. Luego, Primo de Rivera cometió el error de ofender la cultura, la identidad y el idioma catalanes. Y cuando esto ocurre, Cataluña reacciona siempre. Incluso los miembros de la Iglesia católica se rebelan. Así sucede históricamente, de forma repetida. Sabiéndolo, los políticos deberían tenerlo en cuenta si quieren prosperar en Cataluña, y hacerla prosperar. Su identidad es poderosa, Cataluña se enorgullece de ella. Francesc Macià, en 1923, comenzó a pensar una manera de unir los separatismos que por entonces tensaban España –catalanes, vascos, gallegos...–, más un conjunto de fuerzas políticas obreras, republicanas, para hacer saltar la Dictadura. La idea de la opresión «españolista», no solo desde entonces, está instalada en cierto imaginario político, por eso las decisiones que se tomen en, y por, Cataluña, pero también por, y desde, España, tendrían que ser bien ponderadas, respetuosas, pensando no solo en la repercusión internacional de lo que ocurre (como ya sucedió en los predecesores años 20 del siglo XX) sino en que se debe evitar que España, incluyendo a Cataluña, se conviertan, no en eso denominado «un Estado fallido» (están lejos de serlo), pero sí en un Estado disfuncional, impidiendo su correcto funcionamiento, la adaptación social de sus ciudadanos al mismo, o favoreciendo torpemente la anomalía, engendrando así una enfermedad institucional crónica que pueda ser incurable. O sea, un Estado sobre el que Ortega diría: «No es esto, no es esto...».